Hablar de «Invención del psicoanalista» nos ofrece la singular posibilidad de ilustrar algo de esa invención en acto. Para mí –y pluralizo porque creo que es una vivencia compartida–, los congresos, las jornadas, los ateneos, las fechas de cierre de una revista representan un momento de puesta a prueba de nuestra «poiesis», nuestra creatividad, confrontados, como nos encontramos, con la inquietante presencia de un vacío, una nada, que nos apremia, nos intima, ocasión que sin dejar de contornear las fronteras de la angustia, y sin llegar a adoptar francamente la forma de un «¿qué voy a inventar esta vez?» constituye una notable oportunidad de dejarse visitar por la ocurrencia, dar lugar a la imaginación. De modo que si para sobrellevar el evento siempre se puede recurrir al almacén de las cosas conocidas, representa también una situación privilegiada para incursionar en el terreno de lo que no se sabe que se sabe, una oportunidad de creación.
Presentado así, creo que se percibe que este lugar al que se nos convoca en calidad de analistas, se avecina en verdad al trabajo analizante, vale decir, la posición de aquél que enfrenta el escozor de la página en blanco, y que, confrontado con el deseo del Otro, se ve conducido a asociar, a inventar, a crear, para intentar dar alguna respuesta a ese deseo. Es sin duda por esa razón que el propio Lacan podía considerar que ese espacio tan visiblemente productivo que constituía para él lo que denominaba su «seminario», es decir, esa actividad en la que se exponía regularmente y durante décadas a la tarea de testimoniar sobre su experiencia como analista, ante un público que calificaba conformado por analistas, la sostenía, en verdad, y por una razón de estructura, desde una posición analizante. Y tal como se comprueba en las transcripciones, Lacan a menudo se dejaba llevar por el inconsciente.
Con lo que Lacan nos permite entrever que, en la experiencia analítica, el lugar de la invención, el lugar de la creatividad, el lugar del descubrimiento le está reservado de manera privilegiada al analizante. Lo que no significa, desde luego, que la nuestra sea una actividad rutinaria, repetida, previsible, ¡todo lo contrario! Nuestra práctica se inserta en el ámbito de la innovación, y está abierta a la irrupción de lo sorpresivo, lo inesperado, lo disímil, lo que no es siquiera igual a sí mismo. Y esto es así por una razón no menor, y es que trabajamos con la sustancia misma de la creación.
¿Hay acaso algo más innovador, más imprevisible, más desopilante que esa dimensión a la que nos introduce la actividad del soñar? ¿Hay acaso algo más sorprendente que la producción incalculada e incalculable de un lapsus, más ingenioso que el despropósito del chiste, más novedoso que el alambicado trayecto de homonimias y metáforas que el análisis de un síntoma nos permite en los casos afortunados despejar?
Freud no tardó mucho en consignar esa notable potencia creativa del inconsciente, tal como su práctica lo obligaba cotidianamente a constatar. Lo que lo conduce a establecer una estricta continuidad entre la actividad lúdica del niño, el fantasear del adulto y la creación poética, a partir de la tal vez excesiva pero sin duda vigorosa oposición entre las nociones de deseo y realidad.
Podemos en efecto corroborar que es en el espacio de ese abismo que cava el deseo en la realidad lo que da sustento al universo de las producciones creativas, neuróticas o no, del ser hablante. Por lo que Freud escribe con su característica claridad: «Las fuerzas impulsoras del arte son aquellos mismos conflictos que conducen a los individuos a la neurosis y han movido a la sociedad a la creación de sus instituciones».
Es notable que Lacan haya sido más fiel que el propio Freud a este corolario y llegue, en relación a él, a tomar cierta distancia de su maestro. Porque Lacan desestima explícitamente la noción de «psicoanálisis aplicado», si se lo concibe como un instrumento de interpretación de una obra y se considera a ésta como la puesta en escena de los eventuales fantasmas y conflictos de su autor.
En relación al arte, Lacan se sitúa en una posición inversa, al abordar la literatura, por ejemplo, como un instrumento privilegiado de elaboración de los conceptos apropiados al psicoanálisis. Así, cada vez que Lacan recurre a una tragedia, una comedia o un texto literario, cosa que hace frecuente y extensamente –pensemos en las notables lecciones dedicadas Hamlet, Antígona o al Banquete de Platón–, no se trata para él de explicar el desarrollo de la trama, la psicología de los personajes por la «aplicación» textual de una clave edípica de lectura. Por el contrario, Lacan invita al psicoanalista a ubicarse en el lugar del espectador que está atento a los efectos que experimenta sobre sí, en la seguridad de hallarse frente a un tratamiento estético de las líneas de determinación significante y los nudos de imposibilidad que condicionan al hablante, y se le imponen como destino; líneas y anudamientos que no son otros que los que la experiencia analítica contornea en su clínica y sobre los cuales se propone operar.
Apoyado en la presunción de esa homología y ese fundamento común, Lacan no aplica el psicoanálisis al arte como un instrumento de interpretación, sino que excursiona en él como un recorrido necesario a la elaboración de la especificidad de la experiencia analítica. Hay allí una diferencia de perspectivas entre Freud y Lacan que no es menor y que tiene incluso su incidencia en la preferencia de aquellas disciplinas que cada uno propone en su momento como apropiadas a la formación de los analistas.
En la coyuntura del psicoanálisis en la universidad tanto Freud como Lacan imaginan una relación con otros saberes que no se ocupa tanto de lo que el psicoanalista podría aprender de ellos, como a la singular transformación que la experiencia de su práctica les impondría; pero ambos difieren fuertemente en cuanto al estatuto de los saberes a los cuales referir esa práctica y esa formación. Freud enumera en primer lugar la psiquiatría, y enseguida la historia de la literatura, la mitología, la historia de la cultura, la filosofía de las religiones; vale decir, se inclina decididamente por las manifestaciones de la creación inconsciente, el estudio de los mitos, los ritos, los cuentos, las fábulas, las leyendas, las ficciones. Lacan, en cambio, propone cuatro disciplinas de carácter mucho más formal, más formalizado: lingüística, lógica, topología, y lo que sugiere denominar «antifilosofía».
Esa diferencia prolonga y acentúa la que mencionaba recién. Puesto que si Freud promueve algo así como la extensión de la interpretación de matriz edípica al plano de las producciones culturales, en cuanto se demuestran en continuidad con la inventiva neurótica expuesta en la formación de síntomas, para Lacan se trata más bien de cernir ese salto, ese vacío, esa falta que el significante instaura en el mundo, para intentar cernir la insalvable distancia que la representación mantiene con lo real, traducción lacaniana de la noción freudiana de castración. Se trata de conceptualizar ese agujero que constituye el fundamento de toda producción, y que Lacan propone captar a través de una “lingüistería” que incluye la enunciación, la lógica en tanto “ciencia de lo real”, la topología “no metafórica” de la estructura, en fin, una «antifilosofía» no de la historia del pensamiento sino del acto del pensar, por poco que la falta sea puesta a trabajar en el campo de cada uno se esos saberes a los que por su propia introducción descompleta.
Efectivamente, la experiencia de la cura constituye para Lacan una invitación dirigida al analista que podría obtenerse a través de ella, a explorar, más allá de lo simbólico, ese imposible de decir que empuja a hablar y constituye la causa de toda creación. Espacio de un vacío que Lacan introduce en consideración bajo la forma de los no hay («no hay universo de discurso», «no hay metalenguaje», «no hay relación sexual») que señalan la imposibilidad del recubrimiento del símbolo por la cosa por fuera del fantasma. El necesario pasaje de una vivencia de impotencia a la verificación de una imposibilidad en el análisis, es, para Lacan, contemporáneo del hallazgo de una solución impar, propia, única del sujeto frente a ese «no hay», y está entonces connotada por un acto de creación. Lo llame «invención de un significante nuevo», «anudamiento del núcleo de goce del síntoma como sinthome», la producción del analista como resultado del análisis se halla para Lacan, jalonada por un efecto de invención.
Lo que me va a permitir concluir con una reflexión que no es nueva –porque ya ha sido hecha–, pero me parece pertinente recordar.Y es el hecho de que la invención del analista es el nombre verdadero de la creación freudiana. Porque no podemos considerar que la invención de Freud sea estrictamente el inconsciente; no sólo porque forzosamente existe desde siempre como un saber que opera de manera necesaria en el hablante –lo intuya o no–, sino que ha sido, además, nombrado con anterioridad de diversas maneras en la historia del pensamiento.
Lo que es radicalmente nuevo a partir de Freud, y demarca un antes y un después en el terreno de las identidades sociales, es la invención del analista, personaje que él mismo encarna y en torno a la transferencia que suscita se constituye el inconsciente que reconocemos como estrictamente freudiano y lo que representa su condición de posibilidad, el analizante.
Por supuesto, Freud no inventa al analista a partir de la nada, no se trata de una creación demiúrgica, una creación exnihilo. El personaje del psicoanalista se instala en un campo que, tensando un poco los términos, podríamos pensar como el de una suerte de medicina “alternativa”, que reconoce en la histeria aquellos síntomas cuya localización, etiología y dinámica no encajan en el saber de la medicina científica, y son por ella rechazados. «Pastor laico de almas», «médico del espíritu», Freud reconoce en el analista un cierto parentesco con la función del médico, aún cuando se ocupe de manera vigorosa de preservar su peculiaridad.
En ese sentido, me gustaría observar que el retorno a Freud de Jacques Lacan, con el que hace su entrada fuerte en el psicoanálisis, representa su propia manera de reinventar al analista, en un tiempo en que la asimilación del psicoanálisis parecía adoptar precisamente la forma de su reabsorción definitiva en el campo de la medicina como una suerte de especialidad entre otras. Lacan proclama entonces la necesidad de reconocer el carácter subversivo, escabroso, insólitamente nuevo e inasimilable del descubrimiento freudiano.
Seguimos desde entonces las huellas de Freud y nos hallamos signados por ese «hagan como yo, no me imiten» que Lacan nos arroja al modo de un aforismo imposible, para despertarnos al apremio de una necesaria innovación: la tarea a la que nos conmina en nuestra relación con el psicoanálisis es la de, cada vez, «reinventar» al analista. Es el sentido que entiendo debemos dar a la intimación que dirige al analista verdadero, aquél que debe tomar en cuenta la subjetividad de su época.
Me parece importante tenerlo en cuenta en nuestro medio, el medio argentino del psicoanálisis, el que si en el terreno de la conceptualización ha abandonado quizás hace ya muchos años la preocupación por la invención, demuestra en cualquier caso una inusitada vitalidad en el plano de la extensión y la conquista de nuevos territorios, única en el mundo. ¿No es acaso demostrativo el hecho de expresarlo aquí, en un medio tan propio y tan singular como éste, un periódico orientado a la difusión y el desarrollo del psicoanálisis de distribución gratuita que alcanza los diez mil ejemplares? |