Muchos se alarman por esa suerte de práctica tribal que los chicos han dado en llamar la previa y en la cual, por lo general, no escasea el alcohol . Este espacio de tiempo, anterior al efectivo programa elegido, se da en un adentro –generalmente un hogar– propicio para generar cierto tono donde, si bien abunda el entusiasmo, prevalece una reserva, discreción e intimidad claramente opuestas al carácter público y anónimo que distingue al afuera de la salida propiamente dicha.
La previa pude durar horas. En forma velada o explícita se dirimen allí intensos conflictos, se establecen alianzas, jerarquías y subordinaciones, se miden fuerzas, se formulan promesas y confesiones, se renuevan rituales y también se previenen traiciones al resguardo de la privacidad que brinda el ensayo. Se organiza todo un sistema de defensa, mediatizado en muchas circunstancias por la mera confrontación de los semblantes: qué te pusiste, qué te ponés, qué te hiciste, qué te hacés, qué dijiste y qué decís.
Y no sólo estamos hablando de chicas, la planchita de los varones es un buen ejemplo de la elaborada producción estética que se pone en juego como condición para asomar a la escena del mundo.
Freud habla de la previa. En sus “Tres ensayos” advierte que una demora en el placer previo puede explicar una inhibición, una falla de la función sexual o lisa y llanamente una perversión. Es decir, un exceso en la previa puede ser la causa de un nunca acabar que exacerba el campo de la fantasía en detrimento del efectivo encuentro con el objeto de deseo; luego la frustración, la violencia, el pasaje al acto. ¿Acaso el desmesurado culto a la imagen que distingue a nuestra cultura no se alimenta de este menoscabo del acto, es decir, del escamoteo a la confrontación con el deseo del otro?
Sin embargo, al hablar del humor o de la creación poética, Freud destaca el valor del placer previo como prima de incentivación1 que propicia un placer aún mayor. ¿De qué depende entonces que la previa adolescente esté al servicio del lazo social o tan sólo de una endogámica fijación narcisista?
En “El despertar de la primavera”, Lacan destaca la figura del enmascarado que, sobre el final de la obra de Wedekind, rescata al protagonista de la impostura con que la demanda de su amigo lo arrastra hacia la muerte. Tras lo cual remata su comentario cuando dice: “La máscara sola ex-sistiría en el lugar vacío donde pongo La mujer. Mediante lo cual no digo que no haya mujeres. La mujer como versión del padre, solo se ilustraría como Padre versión, como Perversión”.2
Si la mascarada funciona como el signo de una ausencia, de una falta, no debe sorprender que la mujer sea quien ejerza la función de corte para que los semblantes salgan al encuentro con la diferencia. Quizás entonces, antes de alarmarnos por determinados hábitos, conviene preguntarse al servicio de qué están dispuestos los semblantes durante la celebración de la previa.
Por lo pronto ¿será casualidad que haya sido una mujer –Agustina Vivero, una adolescente más conocida como Cumbio– quien convocara a la tribu de los floggers con el fin de conocerse personalmente bajo la inmensa bóveda del Abasto?
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1. Sigmund Freud, “El creador literario y el fantaseo”, en Obras Completas, A. E. tomo IX.
2. Jacques Lacan, “El despertar de la primavera” en Intervenciones y textos 2, Buenos Aires, Manantial, 1988, p. 112. |