Sed operativos o conmensurables, o desapareced.
Jean-François Lyotard
Hay tal confusión en torno a la llamada “posmodernidad”, que es preciso empezar por el nombre: ¿cómo nombrar a una época diferenciada por una expresión que contiene una simple preposición temporal añadida para, justamente, diferenciarse? Como si dijéramos “posfeudalismo” en lugar de capitalismo. El nombre mismo es, ya lo veremos de a poco, un síntoma. Le voy a dedicar al tema una serie de notas, y por eso quiero adelantar algunas tesis generales que luego iré desarrollando.
Lo que el vocablo post a la vez revela y oculta es que la posmodernidad no es otra época diversa de la modernidad sino su culminación; es el reverso de la modernidad, lo que ella ha mantenido en latencia y que ahora explota. Pero la insuficiencia de la noción también apunta a otro sentido: la posmodernidad, que declara el fin de las ilusiones, es también una ideología1 que alberga cuidadosamente dos ilusiones. La primera, es que la política, como lucha agonal por el poder, lucha en la cual entran en colisión las tendencias polares, enfrentadas, a la hegemonía, con la heterogeneidad de planos, grupos, intereses, ha entrado en una fase declinante. Lo que funda un pronóstico, cada vez más desmentido por la experiencia: que la clase política, en el sentido tradicional del vocablo, desaparecerá, a corto o largo plazo.
Es lo que sostiene Lyotard en el libro que inauguró, probablemente, el movimiento ideológico llamado posmodernismo en la década del 80 del siglo pasado: “La clase dirigente es y será cada vez más la de los ‘decididores’. Deja de estar constituida por la clase política tradicional, para pasar a ser una base formada por jefes de empresa, altos funcionarios, dirigentes de los grandes organismos profesionales, sindicales, políticos, confesionales”.2
Pero no nos apresuremos, porque el texto de Lyotard, no es el de un improvisado y revisar su argumentación nos llevará al corazón de las cosas que nos importan, como sujetos y como analistas.
El segundo rasgo ideológico que tomo en consideración, refiere a la nivelación de las jerarquías y a la fragmentación de las totalidades; lo que trae consecuencias en lo que respecta a saber si es defendible la idea de verdad en cuanto tal.
En su polémica con Eco, Richard Rorty dice, invocando el nombre genérico que lo identifica como formando parte de una tribu, “pragmatista”, que es sin duda uno de los nombres actualmente3 posibles para la llamada posmodernidad: “Para nosotros los pragmatistas –dice–, la noción de que hay algo de lo que un texto determinado trata realmente, algo que la rigurosa aplicación de un método revelará, es tan mala como la idea aristotélica de que hay algo que una sustancia es real e intrínsecamente…”4
Para Rorty la coherencia de un texto depende de que alguien tenga algo interesante que decir sobre un “grupo de marcas o de ruidos”.
Eliminación de la sustancialidad, eliminación de la versión clásica de la verdad, pero también fragmentación de las totalidades.
En otro texto, el mismo Rorty dice que el lenguaje y la cultura europea pertenecen al campo de la contingencia, porque es el “resultado de miles de pequeñas mutaciones”.
Eliminación, entonces, de la causa final y de la determinación en última instancia.
Es preciso rechazar tanto la opacidad como la inexistencia del Otro para afirmar que un texto carece de verdad interna. La opacidad me interpela y la respuesta que pueda dar censura la verdad que pasa, por así decirlo, a las interioridades, para retornar de improviso, súbitamente, cuando menos la esperamos. Aun en el caso extremo de que me encuentre con un grupo de marcas o de ruidos, esas marcas, esos ruidos, son las señales de Otro que me interpela sin que la interpelación sea transparente: debo entonces interpretarla, descifrar su opacidad.
Que la verdad esté prohibida, es decir, reprimida, es lo que garantiza su existencia; porque la inexistencia del Otro deja su sello en las metáforas de un texto que responde a los enigmas del cuerpo, a las encrucijadas que me plantea el prójimo con su proximidad que constriñe y al mismo tiempo se torna ambigua: intolerable y atractiva. Que la verdad esté prohibida es, en definitiva, lo que garantiza su retorno en el escándalo traumático.
De otra parte, la fragmentación de las totalidades, si bien constata el fracaso de la razón clásica, de la razón que sigue el principio de Laplace (si conoces el estado inicial de un sistema puedes deducir todos sus estados sucesivos), desconoce que la contingencia nunca es mera contingencia, porque un nudo5 de contingencias instituye cierta necesidad de hecho6, lacunaria pero efectiva, que impone de antemano cursos posibles de acción; y si es evidente que los cursos posibles no saturan las posibilidades, constriñen lo que habrá de emerger. El mundo de mañana ignoramos qué perfil definitivo tendrá; es así. No obstante, podemos describir las fuerzas que se mueven en diversas direcciones y calcular los límites de lo posible no de una manera global y masiva, pero sí en instancias diferenciadas. Para dar un ejemplo enteramente evidente, el ascenso del capitalismo asiático es un hecho inevitable hoy por hoy; así como la implosión de la URSS dejará huellas ilevantables durante décadas. Pero a medida que transformamos la visión telescópica en microscópica, todo se vuelve gradualmente más borroso.
De todas formas, en este punto el debate recién comienza, ya que el llamado posmodernismo se apoya en instancias del saber que no son nuevas, probablemente, pero que al ser advertidas recién en los últimos años, implican un cambio profundo en los hábitos de pensamiento y en los modos de percibir la realidad.
Es que hay paradigmas puestos en cuestión, pese a sus logros y al valor intelectual de sus creadores. Sin duda la concepción marxista de la determinación, en última instancia de la superestructura por la infraestructura; también el de la sociología funcionalista, con su visión de una totalidad sometida a leyes de autorregulación. Agreguemos a esta lista la concepción estructuralista –antes que nada la de Lévy-Strauss–, que piensa los sistemas7 como redes de equivalencia, en lugar de tramitarlos como relaciones inferenciales y laberínticas en el interior de una enciclopedia, que es la apuesta de Umberto Eco.8
Y es la razón por la cual hay que volver al principio y examinar el texto de Lyotard, que sitúa la condición posmoderna en la oposición entre la ciencia y los relatos. El posmodernismo, que censura el torbellino erótico, político y estético, nace en una encrucijada dominada por la ideología y la epistemología, y habría que analizar si estos últimos términos son desglosables.
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1. En este contexto llamo “ideología” a un modo defensivo de censurar las grietas, grietas libidinales pero también grietas del poder, al servicio del statu quo habitualmente, pero también para proporcionar consuelo frente a las derrotas . Toda ideología es, en este sentido, elocuente, decidora, evangélica. Y nunca lo es más que cuando se niega, aparentemente, a asumir una actitud elocuente y evangélica. El anuncio de una época fría, entrópica, de nivelación, a su modo implica una suerte de evangelio negativo.
Incluso es, por veces, un cómodo instalarse en el placer académico y sus canonjías y privilegios.
2. Lyotard, J.F., La condición postmoderna, REI, Argentina, Buenos Aires, 1989. p. 35/36.
3. Este pragmatismo indolente y placentero, refugiado en el confort universitario, es muy distinto al de, pongo por caso, William James e incluso al de John Dewey.
4. Rorty R. “El progreso del pragmatismo”, en Interpretación y sobreinterpretación”, Umberto Eco y otros, Cambridge, University Press, versión española, Cambridge, 1995.
5. Uso el término “nudo” en su acepción semiótica, como lugar de bifurcación, de trifurcación o más en general de multiplicaciones de ramas, y también en su acepción corriente, como embrollo.
6. Para decirlo elípticamente, la ausencia de causa originaria tiene efectos causales. O para decirlo en un lenguaje quizá más actual, el caos no es orden mas sí potencia de orden.
7. Aunque no lo aclaro, va de suyo que me refiero a sistemas sociales y no naturales; aunque el estructuralismo “ortodoxo” no diferencie ambos planos. De cualquier manera, al manejar corrientes complejas procedo por simplificación. En la obra de Marx hay demasiados lugares en los cuales el “marxismo”, que es antes que nada una construcción de Engels, explota. Algo similar podría decirse de Lévy-Strauss, al menos el Lévy-Strauss de las Mitológicas.
8. Véase Eco, Umberto, Semiótica y filosofía del lenguaje, Lumen, Barcelona, 1995, p. 340 (edición italiana, Semiotica e filosofia del linguaggio, Einaudi, Torino, 1984, p.301/302) La palabra laberinto, relacionada con el vocablo “enciclopedia”, del cual en otro lugar habremos de decir algo, aparece recién al final de la obra. Cabe recordar que en otro artículo, su prefacio al Libro de los laberintos, de Paolo Santarcangeli, Eco diferenció al laberinto de la vida: en esta última es muy difícil entrar y fácil salir: en el laberinto ocurre exactamente al revés: fácil entrar, muy difícil salir.
¿Es necesario recordar que en la obra de Borges el laberinto y la biblioteca –y por sinécdoque la enciclopedia–, tienen una importancia decisiva? Como lo destaca el mismo Eco el el proceso inferencial, que se opone a la mera sustitución de equivalencias, tiene el rango de la conjetura.
La metáfora del laberinto y sus connotaciones nos evoca lo que separa a esta época de la anterior: el extravío de lo que carece de última instancia regulativa; para este laberinto no hay ningún hilo rojo de Ariadna y no tenemos otra salida que perdernos en el acontecimiento, para recobrar otro hilo, algunas de cuyas hebras se han perdido o nunca han estado allí.
Lo cual nada tiene que ver con el culto a la simple contingencia, puesto que nos encontramos con otras determinaciones de la necesidad, una necesidad vicaria, provisoria, que ya no es la necesidad clásica. Es que la necesidad absoluta es absolutamente impensable. |