La televisión, lo sabemos, no es sólo un medio de comunicación de la realidad. Es también, y sobre todo, un poderoso constructor de realidades, entre las cuales no resulta menor la propia realidad televisiva. La televisión habla del mundo, y en ese mundo ella ocupa un espacio nada desdeñable. Asistimos al espectáculo de una realidad autorreferida: la teve se ve... a sí misma. Lo que no sólo supone la trivialización del ágora como ámbito de discusión común, sino la banalización de un tiempo precioso que es secuestrado a la autenticidad de nuestra abrumada existencia. Y todo en nombre de un goce moderado, compatible con la convivencia colectiva, que se asume como un derecho y se promueve como un deber: la entrega masivamente consentida al imperio del entretenimiento.
La televisión habita el reino de las habladurías en las que se extravía el ser. El aburrimiento se evidencia por ello mucho más digno, pero resultaría también, a la escala de las multitudes, extremadamente peligroso. La televisión no vive en la tierra, en el cielo ni el infierno; mora en el limbo en el que vegetan las almas que van a dormir.
La “tinellización” es sólo un momento en la larguísima tradición del circus romanus. La burla y el escarnio se ejercen entonces libremente en nombre de la diversión. La puesta en ridículo deviene su instrumento prioritario. La cámara sorpresa, el baile del caño, gran cuñado. La joda para Tinelli revela entonces el carácter ficticio de la ficción, el estatuto de semblante del semblante, cuando tras las insignias de prestigio o autoridad, son las investiduras mismas las que son expuestas a la prueba de lo irrisorio. Algo que no podría lograrse, desde luego, sin la colaboración activa de quienes las representan o las ejercen en la realidad. El teatro y su doble: la risa del participante es su último recurso cuando la escena se devela, constituyendo una forzada confesión de su complicidad.
Pero la política ridiculizada, que se ha servido de los medios hasta ser engullida por su espectacularidad, sin lugar a dudas subsistirá; devaluada, fragilizada en su potencia, sobrevivirá. Lo que no le representa un obstáculo, cuando no es la voluntad de transformación lo que la anima, sino una antiquísima voluntad de poder que sabe restringirse a la modesta ambición de administrar lo que hay.
Más grave, ciertamente, las insignias que un bufonesco Pettinato se demuestra inclinado a agraviar. La escena transcurre así: Moria sentada. En un televisor, la animación de la cara de Bonafini. Con un puntero Moria señala las arrugas del cuello, sugiriéndole hacerse un lifting y emparejarse la dentadura. Enseguida la desafía: “Decíme puta que me excita”. Hebe mueve la boca digitalizada: “puta, puta, puta”. Moria se acalora hasta el orgasmo. Pettinato la seca con una servilleta blanca (¿o es un pañuelo?). Moria concluye: “Sacate ese pañuelo y andá a la peluquería”.
Reina de la farándula −que ha llevado a su cama televisiva hasta a un entusiasmado Altamira−, buena farandulizadora será. Sólo que aquí atraviesa un límite absoluto: la denigración del símbolo emblemático de las Madres, implica sencillamente la reivindicación mediática del terrorismo de Estado. |