La conocida fórmula de la caridad cristiana o más precisamente evangélica –“Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos”–, es no solo problemática e intrincada; su mayor enigma consiste en que no se sabe qué significa el verbo “amar” en semejante contexto.
¿De qué amor se trata? Con seguridad no de aquel que un teórico del amor cortés, a fines del siglo XII, Andrés el Capellán, definía por la pasión que entra por los ojos y se apodera del cuerpo con vehemencia, hasta llegar a los genitales.
¿Del amor gentil? ¿De ese que hoy en día definiríamos, sin mayor prurito, como amor obsesivo? Seguramente tampoco.
Cuando el cristianismo, fundamentalmente el paulino, invoca el amor, ya no es posible separar este término de otro, sin duda decisivo: sacrificio.
Sacrificar la parte, dar la parte,… Ya hemos entrado en materia. El secreto del amor cristiano, de lo que se disimula bajo el término aparentemente neutro de ágape –reunión, convivio, banquete amical–; el secreto en definitiva del amor a secas, en su núcleo germinal, está en el rito eucarístico por el cual, en la llamada Última Cena, Cristo ofrece su carne y su sangre a sus discípulos transubstanciadas en pan y vino. Amar es, activa o pasivamente, participar de un sacramento –misterio y hostia–, sin duda destructivo y en esa medida intensísimo. Nuestra retórica nos permite engendrar múltiples giros: amar es dar lo que no se tiene y recibir lo que no se quiere querer; amar es imaginar que nos apoderamos de lo que el otro tiene y se reserva, para calmar el vacío que siempre ubicamos en un mal lugar; amar y ser amado es jugar al equívoco luminoso que suele encendernos en el entrecruzamiento sorprendente de bienes malditos, etc., etc.
(Dos pequeños apartados: 1) Es sugestivo que el sacerdote en la ceremonia de la misa prohiba al que consuma la hostia que la muerda: ella debe disolverse lenta, casi imperceptiblemente… 2) El lugar pasivo es el más complicado: ofrecerse es ya masoquismo; la posición corriente, normal, neuróticamente normal, consiste en ofrecerse a condición de no ser tomado.)
El amor parcial a la parte, el amor que se confunde con la parte y al mismo tiempo se sustrae de ella para no quedar tomado en una suerte de letal “amor total”, algo así como una infame “carne de mi carne”, es el amor fundamental. El amor narcisista ligado al Ideal del Yo, idealiza este amor y lo lleva a la ternura, a la exaltación… y de allí al precipicio. Pero puede declinar en el sentido inverso, hasta la degradación que tan bien conoce la literatura rusa –para no hablar de lo que sabemos por nuestros pacientes–; o puede incluso y frecuentemente, recorrer todos los estadios: desde el ideal al amor parcial, y de éste hasta el “arrancamiento del corazón” y una vez más, vuelta al circuito1.
Un texto revelador, insólito, El amor de Magdalena, sermón anónimo francés del siglo XVII descubierto por Rilke en 1911, recorre efectivamente todos los estadios, incluso aquellos que suelen vislumbrarse en expresiones tales como “amor puro” (pero, ¿hay algo más impuro que el amor?) o “amor místico” –cualquier amor, el más zonzo, es místico; es decir, incluye una “razón oculta”–.
“…el estado de María Magdalena. Veía siempre a Jesucristo en las agonías de la Cruz; tenía siempre, no tanto las orejas, como el fondo del alma traspasado por este último grito de su Esposo al expirar; grito verdaderamente terrible y capaz de desgarrar el corazón.
Oía siempre retumbar esta palabra mortal e intolerable para el corazón que ama: No me toques”.2
“No me toques”; esta expresión de Cristo es más decisiva de lo que suele creerse.
¿No es el límite disimulado al mandato de amar al prójimo?3 Noli me tangere, le dice Cristo a la Magdalena (San Juan, 20:11), porque permanece en estado de impureza, ya que todavía no se elevó a la diestra del Señor. Según Marcos (16:9), Cristo había expulsado siete demonios del cuerpo de la mujer de Magdala. La mitología cristiana la confunde con una “pecadora” que le había lavado los pies a Jesús, y hasta con la Sulamita del Cantar de los Cantares, quien busca en el lecho vacío a su esposo. No me interesa indagar sobre connotaciones evidentes; sí destacar que en el seno del cristianismo y sobre todo en su vertiente ecuménica, católica, la prohibición de tocar discurre sobre el inquietante vínculo entre el amor y la destructividad, la impura pureza, la paradoja del erotismo que obliga a la mayor de las cercanías con el objeto-resto amado, y simultáneamente se retira de una ardiente oscuridad en la cual es casi imposible morar.
El que ama, ama una figura que titila y muestra, como si fuera la transparencia de una sombra, algo, una casi nada que asoma como una extraña causa capaz de hipnotizar.4
La tentación del resto sufre todas las modalizaciones de lo que solemos llamar amor.
Así, es preciso, antes que nada, no confundir el amor especular con el amor que surge de la vida fantasmática, más raigal, más dramática y cargada de paradojas y antítesis que poetas y narradores nunca han ignorado, pero que los psicólogos –incluso los psicólogos que se llaman a sí mismos analistas–, han banalizado hasta un nivel francamente insoportable.
Se empieza a advertir que el mandato cristiano de amar al prójimo responde en filigrana al descubrimiento de San Pablo, que fue, a no dudarlo, una revolución en las tramas simbólicas. Literalmente dijo (él mismo o la tradición que se inscribe bajo su nombre, qué importa ya…) en su Epístola a los romanos, que la Ley que prohíbe el pecado, en realidad lo funda. Jamás pecaría nadie sin una expresa prohibición. Deseo hacer lo que no quiero y quiero lo que no deseo. El “hombre interior” cristiano, es un hombre dividido de una manera tal que no es comparable con formaciones anteriores del espíritu.
En esto hay que profundizar. Además de nuestra experiencia, contamos con los bellos estudios de Hanna Arendt.5
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1. Provisoriamente identifico estos amores con expresiones sin duda siempre insuficientes: a) amar parcial al resto; 2) amor-ideal; 3) amor sado-masoquista. Por cierto, esta última expresión usa los términos sadismo y masoquismo con un alcance meramente descriptivo.
2. Rilke, El amor de Magdalena, Herder, Barcelona, 1996, p.55.
3. Desde luego, en estos desarrollos tengo presente La ética del psicoanálisis. Pero no creo que necesite citarla; más bien pretendo prolongar su orientación básica.
4. Freud había alertado sobre los enigmas no despejados acerca del hipnotismo en Psicología de las masas. No por casualidad, utilizó al hipnotismo como modelo del amor.
5. Véase de esta autora “El descubrimiento del hombre interior”, sección de La vida del espíritu, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984; y también su tesis de doctorado, El concepto de amor en San Agustín, Encuentro, Madrid, 2009. |