“El sentido de la nada, del morir, va a estar determinado por el sentido que para uno tuvo la propia vida (…) Por eso, cuando vaya a morir me gustaría decir como los franceses, chapeaux”. Llevarse la mano a la cabeza y sacarse el sombrero para anotar el respeto, para asentir y compartir que uno es una nadería. Chapeaux.
A pesar de la edad, y de que en los últimos meses no se encontraba bien, la muerte de León Rozitchner me llenó de tristeza y recuerdos.
La edad no debería ser la culpable de muerte alguna, hay personas que no deberían morir nunca. Mi ira es frente a tu muerte; por un momento, me encuentro pidiendo por la inmortalidad. Algunos siguen vivos en lo que han hecho, en lo que han escrito. León es uno de ellos, sé que muchos como yo estarán de duelo, pues ha sido maestro de nuestros padres, y que lleguen sus palabras y sus ideas a nosotros, en una suerte de “nietazgo”, demuestra que, como pocos, ha sobrepasado al tiempo, y que la muerte, si le ha tocado, lo tocará de una manera especial.
He aprendido que querer a la persona que tenemos a nuestro lado es honrar a nuestros maestros, de quienes hemos aprendido, y recordar muchas de sus palabras que nos han armado la cabeza… o desarmádola.
Algunos de sus textos y mucho de su presencia nos han ayudado a comprender a la temible vorágine cotidiana.
Hay libros que se terminan de leer en unas semanas pero otros te siguen, mejor dicho te persiguen por décadas. El comienzo de aquel libro del 72 que fue tantas veces abierto que se rompió, creo, en diez o doce pedazos pero que sigo releyendo, “¿es posible escribir sin pudor otra cosa que no sea sobre la tortura, el asesinato, la humillación y el despojo cuando el orden de la realidad en que vivimos se asienta sobre ellos?”. Es inmortal, siempre viva, la introducción del libro Freud y los límites del individualismo burgués, un libro que ya presagiaba una Argentina que estaba madurando su tragedia de planes sistemáticos de robo de bebés a mujeres embarazadas de veinte años y asesinatos, con la atroz suma de la desaparición de los cuerpos.
Y a pesar de la cruel realidad, León quería saber qué era lo que resistía en nosotros, qué era lo que resistía para seguir intentando ir más allá de los propios límites. León estaba obsesionado por comprender las contradicciones y grietas de una clase social a la que pertenecía. Una clase que era mucho más que una clase: la burguesía marcaba de la tendencia de la época. Esas contradicciones, valga repetirlo, no las ubicó solamente en un otro insustancial, contextual sino que las ubicó dando testimonio de las contradicciones que llevaba pegadas en su cuerpo y en la que también sus hijos estaban entrelazados.
Su enseñanza siguió por décadas y cada tanto nos tenía asegurado un sacudón de cabeza como lo que había pasado hacía no mucho con un texto acerca de la cuestión judía (“Plomo fundido” que salió en Página/12) y lo que llamó su cristianización. La religión había sido uno de sus jugosos objetos de estudio. Ya en 1967 había publicado Ser judío, en el que planteaba el compromiso con los perseguidos, los reprimidos y los débiles como consecuencia de la ética del ser judío. El texto del 2010 agregaba la contradicción:
“¿Recuerdan cuando hace dos mil años los judíos palestinos, nuestros antepasados en Massada sitiada, enfrentaron las legiones del Imperio romano y se suicidaron en masa para no rendirse? ¿Recuerdan la rebelión popular y nacional de nuestros macabeos contra la invasión romana, cuando murieron decenas de miles de judíos y se acabó la resistencia judía en Palestina y nos dispersamos otra vez por el mundo? ¿No piensan que esa misma dignidad extrema que nuestros antepasados tuvieron, de la que quizá ya no seamos dignos, es la que lleva a la resistencia de los palestinos que ocupan en el presente el lugar que antes, hace casi dos mil años, ocupamos nosotros como judíos? ¿No se inscribe en cambio esta masacre cometida por el Estado de Israel en la estela de la ‘solución final’ occidental y cristiana de la cuestión judía? ¿Han perdido la memoria los judíos israelíes? No: sucede que se han convertido en neoliberales y se han cristianizado como sus perseguidores europeos, que, luego de exterminarlos, empujaron a los que quedaron vivos para que se fueran a vivir a Palestina con el terror del exterminio a cuestas”.
Su forma de escritura era lacerante, te la tenía destinada. Tan punzante como lo es un escritor como Jean Paul Sartre, un escritor con todas las letras pero también comprometido, un ser apasionado, proyectado en lo político, y con la suma de la inteligencia de filósofo.
Cuando León llegaba a un lugar, su presencia no podía dejar de ser percibida, su mirada atenta, (sus ojos, sí, sus ojos) y su aspecto indiano, la sonoridad de su voz y su aguda inteligencia, te ponía brutalmente frente a tus límites.
Tuve la suerte de hablar muchas veces con él, siempre en reuniones, la última hacía bastante poco en una reunión organizada por Vicente Zito Lema. Cuando lo saludaba, me sentía tremendamente inhibido, un par de veces me animé a continuar, me resultaba muy familiar hablar con él.
El tenía razón, una de las principales grietas de la burguesía tenían que ver con el padre. Un día le dije: Lo que aún nos cuesta comprender, es que el padre se multiplica en ese banquete totémico, donde allí lo quieren comer lo único que logran es multiplicarlo.
León me miró con sus ojos, esos ojos. Era como si dijera: Por fin. León se ha ocupado tanto de los límites de Freud como padre, que había terminado siendo como un padre para muchos colegas de la generación de mi padre.
Y a partir de esta comunidad, de esta masa, la pregunta lacerante, el gran interrogante era acerca de las posibilidades de integración del uno dentro de la masa. La relación entre familia y política era el punto a pensar. León sostenía que no debían utilizarse categorías pertenecientes a la familia y su entorno que, giraban básicamente alrededor del sentimiento de culpabilidad, no debería trasladárselo, analogarlo al compromiso político e intelectual. Esto convirtió a León a cierta clandestinidad, a tener que parar sus ideas arriba de sus espaldas e intentar que miraran más allá del muro de los límites del individualismo.
La muerte carnal, la de su cuerpo podrá haber sido ayer pero las ideas de León, no morirán mientras estemos nosotros vivos, y dispuestos a seguir multiplicando a los padres, a lo que queda de ellos, a sus límites y a sus venturas. León nos dejó en el umbral de una existencia proyectada a la lucha, a los logros y los encuentros, los amores que todavía tenemos que seguir llevando hasta la inmortalidad. |