Para un seminario que actualmente dicto sobre goce femenino y falo escribí un pequeño texto, algo así como el “copete” que encabeza la noticia periodística.
La mayor parte de él expresa lo que efectivamente pienso, pero al final se deslizó lo que en términos académicos se denomina error o confusión o falta de rigor, aunque para nosotros tenga –no siempre, mas sí en este caso– valor de síntoma.
Y es esta la razón por la que transcribiré lo escrito, furcio incluido. Lo que dijo Lacan sobre la inexistencia de la mujer engloba y supera los enigmas freudianos, pero al mismo tiempo propone otros.
Si el sujeto y el deseo constituyen funciones masculinas, entonces, ¿la femineidad como tal está fuera de discurso? Si fuera simplemente así –y habría que subrayar el adverbio–, retornaríamos curiosamente a un extremo falocentrismo que debería llamarse más bien “monosexualismo”. ¿No hay una posición deseante femenina que ya en el nivel fálico anuncia algo que está, simultáneamente, dentro y fuera?
Pero si fuera así, ¿no tendríamos acaso dos deseos, dos sujetos y etcétera, etcétera, con lo cual retornaríamos a la bisexualidad complementaria?
El goce femenino, que no existe pero subsiste, que instituye una inexistencia que determina la existencia –noción que habría que explicitar y quizá inventar– ese goce que el significante no alcanza ni siquiera bajo la forma negativa que enuncia que carece de significado, ¿no obliga a redifinir la función fálica?
Cuando volví a leer el texto, experimenté una sorpresa: ¿de dónde salió esta supuesta inexistencia del goce cuando Lacan dice enfáticamente, al final del capítulo VI de Encore, que el goce que las mujeres –siempre que estén en el lugar femenino– sienten sin saberlo, “nos encamina hacia la ex-sistencia” y soporta la fase Dios del Otro?
Que nada de lo que haya dicho Lacan en este y en otros seminarios, especialmente los del último período, pueda desligarse de un contexto gestual hecho de máscaras dramáticas, guiños cómplices y provocaciones, no autoriza a no considerar estas expresiones al pie de la letra: es el significante que haría de la femineidad una clase universal el que no existe, no el goce. ¿Entonces?
Se me mezclaron dos cosas contrapuestas y de ahí el furcio que es más bien, por su carácter retorcido, ya que tuve que pivotear sobre una presunta inexistencia que funda la existencia, noción que en otro contexto puede ser fructífera pero no aquí, un síntoma. De un lado el rechazo de la afirmación de Lacan y del otro el anhelo de no volver a enfrentarme, una vez más, con la autoridad: para nosotros los lacanianos es fácil decir elegantemente con Miller “Lacan contra Lacan” a condición de no practicar tal ejercicio; y como Freud está un poco lejos, el camino está expedito como para que hasta el más zonzo de los lacancitos o lacanitos o lacantontitos se ponga a demostrar que el viejo vienés padecía muchas confusiones: ¡bah!
Y ahora aclaro, hasta donde sea posible.
Cuando Lacan denunció que en la oposición torpe del goce clitoridiano con el goce llamado vaginal se expresaba, encubierta, una verdad, que el goce femenino no es complementario del masculino sino suplementario con respecto a éste, operó un vuelco en el campo freudiano, el que tardó su tiempo en alcanzar su objetivo.
Ya se sabe (me voy a limitar a recordar lo que aquí no puedo exponer en detalle) cómo en Encore, sobre la base de seminarios y exposiciones anteriores, Lacan especifica tal suplementariedad: desconetca el objeto a del fantasma del significante de la falta de significante – S (A/) – y hace de la tachadura de la mujer - La – el soporte de la falta de significante, con lo cual pone en relación la invención del significante (puesto que la expresión S (A/) marca al significante fuera del paréntesis, es decir, anota la ausencia de significante mediante un significante suplementario) y por lo tanto la creación con el goce suplementario. Ahora bien, en este seminario (no sólo en este, pero localizo aquí la referencia para simplificar la exposición) también produce otra desconexión de vastas consecuencias entre el operador fálico y el goce femenino; el primero del lado de la universalidad y el otro sin significante que lo inscriba, con lo cual se genera una violenta reducción, ferozmente binaria: o el goce se inscribe y se trata de lo fálico, sean hombres o mujeres los que se ubiquen en este sector; o bien no hay inscripción y aparece un real desconectado del inconsciente, indiviso y por lo tanto inaccesible a los procedimientos de la cura: una mujer, una verdadera mujer estaría como tal fuera del análisis; y si entra en él lo haría del mismo modo que cualquier ser fálico1.
Ahora bien, nuestra experiencia de analistas, la experiencia de vida de cualquiera de nosotros, la experiencia que la literatura elabora desde hace siglos, nos muestra algo distinto: la femineidad no es, como lo adelanta en la “Lógica del fantasma” haciéndose eco de la famosa expresión de Spinoza para definir a Dios, causa sui (es decir, causa suya, causa de sí mismo, expresión contradictoria y por lo tanto insostenible), sino efecto, pero se trata de un efecto que desborda a la causa que la produjo.
Las mujeres sienten (sí sienten, pero no es indecible2 y efectivamente se muestra) el desafío del falo al cual se rinden resistiéndose en otro lugar: la receptividad femenina, que no es pasiva ni concéntrica –y la concentricidad es sugerida por la expresión causa sui–, recibe resistiéndose y limita a aquel que la penetra, no sólo con el pene, claro.
La sexualidad femenina no es causa suya sino efecto que desborda la causa que lo produce.
¿Por qué rebajar la misma noción de falo, si sabemos que ella nunca fue adecuadamente elaborada, habida cuenta de que presenta múltiples estratos, formales, estructurales, míticos, linguísticos, que una cierta simplificación extrema maneja como si se tratase de una noción obvia?
La en su momento significativa disputa entre Jones y Freud acerca de la femineidad fue resuelta muy fácilmente en beneficio de Freud. Claro: las debilidades genetistas, evolutivas de Jones y su naturalismo extremo permiten una fácil refutación.
Pero si dejamos de lado los elementos que baldan su posición y la hacen, con seguridad insostenible, hay allí algo que podemos leer sin complicarnos con su endeble epistemología espontánea: la femineidad se constituye en resistencia al falo, una resistencia ilevantable y por lo tanto constitutiva de la retórica del combate amoroso, una resistencia que posibilita el despliegue y los pliegues de la femineidad como máscara (en el terreno de la sexualidad, en el terreno de la inconmensurable relación entre los sexos sólo hay máscaras, es decir, imposturas, pero imposturas que son constitutivas) y una de esas máscaras dedicadas al hombre, pero también excedentarias con respecto a él, excedentarias en un mismo movimiento de pertenencia y de exceso, de implicación y de desligadura, como si se tratase (son figuras en última instancia freudianas) de una ligadura que desliga, es el famoso goce suplementario: si se articula más allá del falo es porque es un más allá de un más acá.
Hay dos maneras complementarias de mistificar a la mujer: reduciéndola como hace Freud a ser el objeto del goce masculino; o bien asimilar su goce al de los místicos.
O mejor, asimilémoslo, pero restauremos la verdadera medida de las cosas: la maravilla de San Juan de la Cruz, la riqueza de Las moradas de Santa Teresa (pero, alguno de los que los invoca, ¿los lee? ¿o les basta la mención escueta de Lacan?) consiste, antes que nada, en su retórica, una retórica que posee sus procedimientos, sus reglas, sus instancias, sus movimientos de ascenso y de descenso, todo lo cual reclama un minucioso análisis para poder situar en qué consiste el llamado goce místico.
Para decirlo simplemente, si Santa Teresa hubiera gozado como parecen creerlo los que se deslumbran con la escena forjada por el genio de Bernini y cuya reproducción ilustra la tapa de la edición francesa de Encore, no creo que hubiera escrito tanto, con tanto gusto, con tanta aplicación, con ese genio de la lengua castellana que emociona a quien tiene algún gusto por la tradición de nuestro idioma.
¿Gozó? Su escritura nos dice que sí, que gozó con la materia sensual de la lengua que ella arrojaba a sus hombres, los curas de su época, en tensión nunca suprimida entre la masculinidad formalmente respetada pero objetada en el fondo y su Jesús, el que ella alcanzaba con sus metáforas que hunden sus raíces en la mística y la teología pagana, esas metáforas en las que ver y tocar se enlazan en un círculo de exaltación.
Fijémonos de nuevo en la escena barroca de Bernini: la santa levita en éxtasis, pero la clave de la puesta en escena la da el ángel sonriente que con una mano toma dulcemente los pliegues de su vestido y con la otra dirige hacia ella la flecha del erotismo sagrado.
Hay que cruzar de nuevo y con otras figuras, figuras que permitan la ligadura en la desligadura y a la inversa, la desigualdad radical de la causa y del efecto, los lazos de femineidad y falicidad, para que entendamos que la ausencia de relación sexual es, seguramente, inconmensurabilidad en acto e insuperable, mas es lo inconmensurable que desborda lo conmensurable, y así hace de esta conmensurabilidad necesariamente fallida la causa de hallazgos.
Hay que romper con la mitología de un real que está indefinidamente más allá de cualquier medida finita; no, lo real está en el intervalo entre-dos, no más allá.
Por esta vía precisamos seguir.
1. Es cierto que en aparente contradicción Lacan sostiene que el goce sexual no tiene otra vía que la del goce fálico; pero hay que subrayar “sexual”; sexual no es sexo, sexual no es el Otro sexo. La expresión sexual en este seminario es en verdad una tautología: es sinónimo de fálico, castrado.
2. Entre lo decible y lo indecible es preciso buscar un tercer término, que descoyunte el binarismo. |