Tenemos, entonces, que volver sobre tres términos: imagen, imaginario, discurso.
Según Corominas, el latino imago está emparentado etimológicamente con imitari, es decir “imitar”. Lo que esta conexión oculta es que si el vocablo sugiere una reproducción visible de lo visible, la acción de acomodación al objeto, fenomenológicamente evidente, solapa la acción negatriz que se ha ejercido sobre lo imitado: la imagen, sin duda, emula al objeto al tiempo que lo falsifica.1 La foto trivial de alguien muy frecuentado, descubre en tal persona el comienzo de un engrama que jamás podríamos haber descubierto sin la mediación de la foto, que niega al “original” aunque sea por el mero hecho de tener sólo dos dimensiones.
Por otra parte, si bien es cierto que en cualquier imagen (y nosotros nunca dejamos de asociar con forzosa y falsa exclusividad imaginar con “ver” o con “visión”, que no es lo mismo) se encabalgan en distintas proporciones el tocar, el ver, el oír, estos campos sensoriales nunca se recubren del todo: la foto se aleja del tacto y al mismo tiempo lo suscita en su punzante impotencia, la memoria muscular del ejecutante musical nunca se corresponde exactamente con su memoria auditiva y la memoria auditiva del poeta, cuando recita, suscita una musicalidad que no obstante se le escapa.2 Todo esto nos prepara para introducirnos en la noción kantiana de lo sublime, ya que ella patentiza (y de ahí su actualidad) una violencia que el pensamiento discursivo ejerce sobre la facultad imaginante para forzarla a aprehender lo que no puede aprehender: la dimensión del infinito.
Hay lo que Kant llama en el parágrafo 17 de la Crítica del juicio, imagen originaria, (Urbild) que no es precisamente una imagen o que más bien debería denominarse imagen sin imagen, una suerte de potencia diagramática que opera sobre lo sensible, que carece de concepto y que sólo puede intuirse en un particular ejemplar, en una figura dramática o narrativa o eventualmente lírica; a semejante entidad Kant llama “idea estética”. En la tensión que engendra lo sublime la imaginación escapa de la prisión del concepto, generando un efecto de indeterminación determinada, pero permanece más acá de la idea: más allá del concepto y más acá de la idea, la imaginación adquiere su mayor importancia justamente cuando fracasa en su esfuerzo por representar lo irrepresentable.
La imaginación, que en la Crítica de la Razón Pura estaba al servicio del concepto para reducir la naturaleza a cantidad mensurable, tanto en extensión como en intensión, en la Crítica del juicio3, se divorcia del concepto sin dejar de estar en contacto con él como mera forma de la universalidad y muestra un inmenso desacople de todos sus rasgos, algo que liga la obra de Kant a las tendencias contemporáneas más ricas, las que ponen el acento en lo que en la presentación se sustrae a la presencia sin dejar no obstante de hacerse presente mediantes vestigios, huellas, marcas o engramas.
La exigencia de síntesis sensible, que es característica notoria y pese a todo habitualmente pasada por alto de la imaginación (Einbildungskraft, cuya traducción literal es “fuerza formadora” o “conformadora de imagen”) entra en colisión con la exigencia de la razón, generándose un conflicto que sólo puede proporcionarnos un saber indirecto.
Dice Lyotard: “La imaginación, en este conflicto, no contribuye al placer por su libre productividad en formas e ideas estéticas, sino por su impotencia para dar forma al objeto.
La regla de la síntesis del juicio falla aquí no por profusión sino por defecto de presentación. (…) Sin embargo el entendimiento continúa jugando su juego en este desafío, que él ensaya de superar sin resultado. Así se instaura entre él y la imaginación una conjugación totalmente diversa de la que exige el conocimiento; una especie de competencia entre los dos poderes donde cada uno de ellos experimenta su fuerza sin llegar a dominar al otro”.4
Se advierte con claridad que en este esquema, la imagen tanto como la imaginación adquieren un perfil muy diverso del habitual. Es que la imagen sin imagen –un dispositivo fragmentario, incluso borroso y continuo, que al remitir a algo externo a él vuelve sobre sí de una manera insistente– denuncia el dualismo que la metafísica kantiana no cesa de promover, que es el dualismo del sujeto y del objeto enfrentados en oposición simétrica.
Porque, conforme a la tradición que inician Platón con su eikasía (conjetura imaginaria) y Aristóteles y su phantasía (imaginación), la imaginación es una potencia del alma que proviene exclusivamente del “sentido interno” o del sentimiento, para apelar a ese vocablo –feeling– que el siglo XVIII invoca significativamente.
Y sin embargo, esta imaginación tan en apariencia interna está totalmente dominada, digamos fascinada o hechizada, por un objeto que, obviamente, no es un objeto común, sino un desecho o residuo.
Podemos, desde luego, invocar con propiedad a Lacan, pero no deberíamos olvidar que este giro en la concepción de lo imaginario ya se produjo en las primeras décadas del siglo XX gracias a la obra de Aby Warburg, para quien la razón, en apariencia totalmente volcada sobre el mundo externo, no hace más que tomar distancia del objeto en su pregnancia mundana, es decir tal y como se presenta, amenazador o facilitador, en la praxis, para apoderarse de él mediante la reducción técnica.5
Por el contrario, la imaginación se entrega al hechizo del objeto y así en el máximo de interioridad hallamos el máximo de entrega a la alteridad.
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1. Ricoeur, al hablar de la mímesis señala: “¡He aquí un extraño mimo, que compone y construye aquello mismo que imita!” v. Ricoeur, Paul, La metáfora viva, Megápolis, Buenos Aires, 1977, p. 64. Habría que recordar también a Valery que habla, a propósito de la belleza, de una imitación servil de lo indefinible de las cosas.
2. Es la constante hesitación entre el sonido y el sentido de que hablaba Valery.
3. Kant, I. Crítica del discernimiento, Mínimo Tránsito, Machado Libros, Madrid, 2003, Kant, I. Kritik der Urteilskraft, Kant-W. Bd. 10, versión pdf.
4. Lyotard, J.F., Leçons sur l’Analytique du sublime, Galilée, Paris, 199i, p.127.
5. Warburg, A., Atlas Mnemosyne, Akal, Madrid, 2010, p.138. Warburg concebía al espacio abierto entre subjetividad y objetividad (¡él también estaba tomado por la dualidad!) como un “espacio intermedio”.
Pero una vez conquistado este ámbito, la oposición polar requiere ser revisada. |