Días atrás escuché por radio una nueva propuesta para controlar la salud de la población escolar; se trata, ahora, de suprimir (o de reducir, da lo mismo, en definitiva) de los establecimientos educativos públicos la creciente, masiva y diversificada oferta de la llamada “comida chatarra” o “comida basura”, desde los pegajosos caramelos y saladísimos palitos hasta las hamburguesas rebosantes de grasa, en nombre de hábitos alimentarios más sanos, nutritivos, higiénicos.
El intento de controlar los hábitos de consumo de la gente en nombre de la salud pública y de las necesidades “auténticas”, en nombre de un puritanismo político tanto o más implacable que su homólogo religioso, muestra el curioso y notorio parentesco entre las políticas de Estado dirigistas que prosperaron en Europa occidental luego de la Primera Guerra Mundial, y las del comunismo ruso.
Sin duda por razones de estructura, ambas vertientes (diversas en todo lo demás) desconocieron y sus herederos actuales hacen lo propio, el fetichismo de la mercancía, su impacto sobre la subjetividad, el alcance de su fascinación que ha quebrado (salvo en Oriente, más precisamente en el Oriente mahometano) los empeños correctivos de quienes piensan que es irracional y repudiable todo lo que favorezca frívolamente el brillo de lo parcial, como si las envolturas (en todas las acepciones del vocablo, incluida la más elemental), las insinuaciones subliminales, los juegos de equívocos, las sustracciones histéricas de las presuntas satisfacciones, la renuncia a las argumentaciones explícitas y supuestamente “naturales”1 en beneficio de guiños cómplices, en suma, como si la aceptación de las estrategias de la propaganda constituyera un paso que jamás debiera darse o en caso de darse debiera rápidamente ser rectificado; para esta concepción (que aún tiene tantos y tantos adeptos) la pedagogía anal de la reprimenda y la correspondiente obediencia oblativa tiene que conquistar el lugar de las arteras artes de la propaganda.
Lejos de mi ánimo el defender a la comida chatarra, el management consultant, el mundo del espectáculo, la astucia publicitaria et aliter; mas por una vez es preciso trasladar el debate a otro terreno, más amplio, más fértil y asimismo más inquietante.
Estas campañas educativas y saludables están condenadas de antemano al fracaso por la misma razón que se hundieron abruptamente los ideales de realización y las pautas de consumo del comunismo.
En la caída de este último se han marcado con nitidez los males de la burocracia: el despotismo oriental del Kremlin; la ferocidad de la acumulación de capital que seguía pautas invariables en Rusia para cualquier proceso de modernización, desde los tiempos despiadados de Pedro el Grande; el modo en que después de la Segunda Guerra Mundial la sufrida oleada de campesinos soldados, transformada en ave de rapiña por el triunfo y el rencor, tras la derrota del Eje cayó sobre una Europa oriental vuelta botín de guerra, con las consiguientes consecuencias políticas y económicas que afectaron de retorno al mismo centro imperial; la dilapidación de recursos en la llamada “guerra de las galaxias” en desmedro de un mercado de bienes de consumo raquítico; y podríamos seguir así, largamente.
Pero hay algo más y seguramente decisivo: la tristeza de las ciudades de Europa del este, donde sólo sobresalían los monumentos del pasado entre las fealdades de la monumentalidad staliniana y las no menos horribles festividades heroico-militares, era el complemento exacto de la renuncia al brillo fetichista, a la extravagancia, a los fulgores intermitentes y a las envolturas encantadoras que, indudablemente, entregaban, entregan y seguirán entregando verdaderos tóxicos que la gente termina por aceptar no pese al mal que les hace, sino por ese mismo mal.
Todos los productos de la cultura y del mercado oficialmente aborrecidos pasaron a ser contraseñas de un fervor que para nosotros llegó a ser inexplicable por el modo acrítico en que caía sobre cualquier cosa: un carrito de supermercado cargado de decenas de latas de cerveza de las más diversas y rutilantes y frívolas y mentirosas marcas, podía llegar a ser el emblema del deseo frente a las pocas y utilitarias y pobres marcas autorizadas por el Estado.
Se sabe por qué el mercado capitalista y todos sus complejos mecanismos pudo triunfar, no sin el apoyo del Estado, pero también muchas veces, (más de lo que suele pensarlo el pensamiento progresista, tan edénico él) en contra de sus funcionarios puritanos, siempre bien intencionados, siempre débiles por su desconocimiento del papel de la fantasía inconsciente; pudo triunfar, digo, y alcanzar la aquiescencia de los pobres, que, desde luego, seguirán siendo impecablemente explotados, en definitiva, porque supo aliar la desnudez del cálculo racional costo/ beneficio con la promoción del brillo fetichista que envuelve hasta un simple cereal crocante en la atmósfera de lo leve, gozoso, saltígrado, benéfico, absolutamente gratuito y por eso una especie de don divino.
Antes de Marx había Shakespeare comprendido perfectamente el carácter teológico de la mercancía, unido a la más profana de las profesiones.
Hoy y entre nosotros, la creencia de que es necesario esclarecer a la población sobre lo que es perjudicial y lo que no lo es, el puritanismo oficial tan menesteroso de inteligencia, está perdido de antemano porque rechaza reconocer la felicidad en el mal.
No estoy predicando que la aceptemos; digo que así cualquier campaña está condenada a la más perfecta inanidad.
Piénsese en las drogas (no pretendo volver aquí sobre el tema, lo recuerdo tan sólo); jamás ha sido tan alto el consumo, jamás se lo ha combatido tanto, se trata, desde luego, de otro fetiche, de otro brillo; si se quiere, negro; mas ¿quién dijo que el negro carece de virtudes eróticas?
1. El término “natural” y sus derivados ha sufrido una intensa transformación en las últimas décadas en su uso periodístico-publicitario; ha perdido la connotación de “instintivo” y por lo tanto peligroso y vulgar, para tornarse sinónimo de afabilidad, armonía y hasta de distinción (y todo esto en franca oposición a la barroca artificialidad del modernismo tardío), pero a la vez, y quizá sea éste su aspecto más importante, de un estilo de pensamiento que alcanzaría la mayor de las certezas apoyándose en verdades tan aparentemente incontrastables como las del sentido común. Lo “natural” es enemigo de lo “retorcido”. |