Hace tiempo que se habla de los llamados nuevos síntomas inconscientes, sin que se diferencie conducta de síntoma y síntoma de estructura; también se habla (y mucho) de nuevas formas de la paternidad, sin que se diferencien los cambios cualitativos de los cuantitativos.
El psicoanálisis, que durante décadas ignoró la sociología y la historia, al punto de considerar ambos vocablos como índices del rechazo al inconsciente, quizá por efecto de la crisis de credibilidad y también por el estrechamiento del mercado (por todos lados hay demasiada oferta psi, la que incluso para Argentina es demasiada…), sin dejar de lado la competencia de las “terapias alternativas” y el agotamiento1 de la producción de los psicoanalistas, empeñados en reproducir en serie las mismas consignas, monótona, rotativamente, termina por descubrir la historia y la sociología en la más burda de las perspectivas: según el eje mítico que quiere que todo marche desde la plenitud –y la plenitud es, por supuesto, el lugar y el tiempo de los fundadores– hasta la decadencia y finalmente el derrumbe: derrumbe del padre, derrumbe de la transferencia. Todos los derrumbes se anuncian, esperpénticamente, incluso el de la desdicha ideología que nos anuncia la sustitución del orden del deseo por el supuesto orden del goce, ese goce que en manos de algunos termina por parecerse a una sustancia ubicua, mesmérica, una suerte de miasma que corroe al hombre desde adentro; con lo que se termina por instaurar un habla bárbara que ignora que el goce, o es el límite del deseo o nada es, salvo una estúpida palabreja apta para todo. ¿Y entonces?
¿Es preciso recordar que el padre caído no es una contingencia actual sino una dimensión inherente a la concepción misma del psicoanálisis, porque marca la distancia entre el padre al que llamaré civil, para evitar equívocos2, y el padre de la genealogía, que no es un padre sino el padre, el núcleo a la vez retórico y mítico de la imputación de la función fálica? Ahora bien, sin esta diplopia, sin esta escisión, que es en verdad una escisión enigmática, no hay psicoanálisis posible. La simple diplopia se ha dado siempre; es cierto: siempre ha habido una función y un agente que no se confundía con ella; empero, lo característico de la época del psicoanálisis –esa época que si queremos datarla históricamente y para la Europa Occidental en primer lugar, no es anterior al último tercio del siglo XVIII y alcanza su culminación en el momento del inicio de la producción freudiana3–, consiste en que hay una distancia radical e insuprimible entre el agente de la función y la propia función que se ha vuelto, en la experiencia de cada cual, profundamente equívoca y enigmática, al punto que llamarla tranquilizadoramente “función”, como si se tratase de un vocablo matemático, oculta que esta constelación, como prefiero denominarla, tiene que ser constantemente reconstruida, de la misma manera que los personajes de Kafka (un autor que representa de manera eminente nuestra época, la época del psicoanálisis) bucean desesperadamente para hallar los caminos de la Ley, inciertos, lejanos, casi en fuga, mientras un agente de la ley caído, tomado entre la impotencia y la imposibilidad, no acierta con claridad a saber dónde ubicarse y termina por oscilar entre el patetismo y la comicidad, como tantos personajes de las novelas francesas (Papá Goriot de Balzac lo es por antonomasia) que solía leer y a veces citaba el propio Freud.
¿Qué era el padre antes, digamos qué era el padre de la autoridad? Aquel que se acoplaba de manera resuelta y sin vacilación al padre genealógico, a la figura del padre construido según el modelo cristiano (el lento y doloroso eclipse de Dios no es sino la contracara “trascendente” de este proceso, así como el movimiento pre-romántico alemán conocido como Sturm und Drang es un síntoma, en el declinar del siglo XVIII, del tumulto y la tempestad en la esfera de la paternidad) y se limitaba (o eso creía) a transmitir fiel y tradicionalmente sus consignas, valores, órdenes4.
No ignoro los cambios de los últimos años: los reclamos de gays y lesbianas, la inseminación artificial y sus efectos psíquicos, el eclipse de la patria potestad excluyente del hombre, las confusiones que genera la creciente ola de histeria masculina, y este modo tan peculiar de estos años –los años del mundo del espectáculo – en que los hombres adquieren cuerpo de un modo tan diverso al de décadas atrás.
Sin embargo, estos años implican la acentuación cuantitativa de un factor cuyos rasgos fundamentales ya están presentes en los padres freudianos, quiero decir, en los padres de sus histéricas, en los hombres obsesivos de insatisfechas mujeres histéricas y de hijas idem.
El padre freudiano, el padre del malestar en la cultura, ese padre que se interroga atravesado por la angustia (y también por la cobardía), ha descubierto la fragilidad de la ley y ha transmitido a su hijo un nudo de impotencias pero también de posibilidades: cuando la ley se torna enigmática es preciso y urgente comenzar a interpretarla y allí el intérprete descubre, en las hilachas de la ley, en sus inconsistencias, las posibilidades de invención que, claro, el mismo malestar que es, simultáneamente, neurosis y protesta contra ella, no deja a la vez de reprimir y de estimular.
Al revés, tenemos los analistas experiencias aleccionadoras de quienes descienden de familias japonesas y turcas muy replegadas en la tradición: con frecuencia, con una frecuencia llamativa, suelen detenerse ante la crítica al padre, ese padre civil, padre de la realidad que, en algún punto no demasiado lejano de las cadenas asociativas, prohibe a rajatabla que se vaya contra él: ¿cómo avanzar toda vez que la ley no es una ley escindida sino una potencia imaginariamente dotada de la capacidad de enmudecer al comulgante? En ese instante el síntoma se torna inhibición y la prosecución del análisis se vuelve casi imposible.
En la base misma de las “novedades” existen confusiones teóricas que es preciso despejar. Las denominadas “nuevas patologías” pululan porque se confunde la psicopatología psicoanalítica con taxonomías de conductas y de actitudes; así, un acuerdo tácito sobre ello permite que algunos repudien la dimensión psicopatológica y otros se entreguen a la búsqueda de nuevos “cuadros”.
Los que plantean la búsqueda de “estructuras de borde”, empeñados en hallar nuevas formas de tratamiento, terminan reviviendo antiguos modos del maternazgo matizados con caricaturas del paternalismo; ellos descuidan que las estructuras son, antes que nada, discursos, formas retóricas de interlocución con la ley, degradada en la perversión, rechazada en la psicosis; razón por la cual el mentado “borde” consiste, a los sumo, en la superficie de inhibición que no puede elevarse a la transferencia por no estar sostenida en la trama que oscila entre el síntoma que realiza el fantasma y la angustia que hace del objeto parcial un puro vacío.
Por otra parte, la atropellada superposición de la paternidad –que se sostiene en la posibilidad de orientar fálicamente el deseo–, con la autoridad, que es una instancia a la vez moral y jurídica, y que por lo tanto pertenece más a las costumbres que al dominio del inconsciente, lleva a creer que la efectiva pérdida de autoridad del padre civil es sinónimo de caída e incluso de eliminación de la función paterna; de otro lado, y ya en el extremo del formalismo la confusión de la paternidad con el S (Ø), es decir, con el significante de la falta de significante, nos conduce a una encerrona.
Si identifico el nombre del padre con el S (Ø), libero al padre de su “decadencia”, pero al precio de eliminar junto con el problema la misma noción: ¿Alguien podría llamar al S (Ø) o reconocerse deudor de él?
Tener autoridad implica tener poder de obligar a cumplir un mandato, sea por vía de jurisdicción, de mando, de sugestión e incluso de patria potestad.
Esa autoridad del padre civil no ha cesado de caer en las últimas décadas, es verdad; pero ¿podemos reducir la función paterna a tal registro, más cercano al orden familiar que al orden inconsciente? ¿No nos precipitamos en esa mezcla de periodismo de divulgación y de crónica de costumbres que se disfraza de psicoanálisis para ocultar el malhumor nostálgico, conservador y ridículo de algunos “comunicadores psi”?
Sabemos (cuanto menos sabemos esto) que el deseo carece de teleología y fuera del circuito pulsional se transforma en algo loco, intramitable; es precisamente su orientación fálica la que lo inscribe en la serie metafórica ligada a las pulsiones parciales y por lo tanto al fantasma.
Allí, sólo allí, es decisiva la palabra interpretadora de un padre que interroga el sitio de su deuda simbólica para transmitir al hijo (haciéndolo gracias a la mediación materna) el excedente significante que inscribe la apertura deseante como apertura a un nuevo objeto libidinal. Es cuestión de excedente antes que de autoridad; o en todo caso, es la autoridad del plus, esa autoridad que brilla incluso en el reproche –“Padre mío, ¿no ves que estoy ardiendo?”–, no la de la obligación, la que se inscribe entre el Super-Yo y los ideales en ese punto donde ambas instancias vienen a confluir.
Aquí también se impone una nueva distinción: entre padre y madre la relación decisiva no es la de jerarquía, sino la de antisimetría.
La jerarquía, hace rato en declive, incluso en el tiempo que florecía la piadosa comedia – “Ahora vas a ver, cuando venga tu padre…”–, es una cosa enteramente distinta de la asimetría que preserva una oposición real entre padre y madre, esa oposición que anuncia lo inconmensurable de la relación entre los sexos, y que la antigua y mítica diferenciación entre una fuerza de atracción y de cercanía (digamos, la materna) y otra que conserva la distancia en y por el rechazo, ligada profundamente a lo que Freud en el artículo sobre la negación denominó Ausstossung, (digamos, la paterna5), consigue expresar de un modo sin duda insuperable.
No cabe la menor duda de que los discursos niveladores propios de la modernidad, intensificados en la llamada “posmodernidad”, entran en colisión con la asimetría de los sexos, pero ello no es prueba de “decadencia”; al fin de cuentas mientras mayores antagonismos existan entre las esferas culturales que reclaman la pertenencia o adhesión de cada cual, mayores son las posibilidades de desarrollo del sujeto, como lo prueba la historia de la modernidad.
Desde luego, nadie sabe ni podría saber si esta antisimetría se mantendrá y por cuanto tiempo; sin embargo, la actitud petrificada de los que muestran las novedades para denunciar el abismo o (lo que en definitiva es lo mismo) la de quienes las exhiben para anunciar el progreso sexual, que creen posible, es sí síntoma de efectiva decadencia intelectual.
1. Ese agotamiento reduce el ámbito de la transferencia. Tiempo atrás, cuando vino al país el filósofo Badiou, en sus conferencias los psicoanalistas terminaban preguntándole sobre la conducción de la cura; él se limitaba a decirles que no era psicoanalista sino filósofo. Pero claro: cuando faltan maestros, los llamados “psicoanalistas en formación” interrogan a quien en el terreno de las humanidades se atreva a hablar en nombre propio.
Esta ausencia de la primera persona también se nota (y mucho) afuera de la corporación; es una de las razones de que el psicoanalista sea un personaje poco creíble; por cierto, hay otras que no son imputables al psicoanálisis sino a las resistencias que forzosamente provoca.
2. Me refiero al padre real, término con el que Lacan designó inicialmente al padre de la realidad, y que luego adquirió el estatuto del padre imposible, es decir, el padre de la horda.
3. No estoy diciendo que primero está la época y luego ésta genera el psicoanálisis; más bien habría que decir que una vez aparecido el psicoanálisis, éste puede reconstruir su propia genealogía. “Pronosticar” el psicoanálisis una vez que éste ha nacido, implica ignorar que el psicoanálisis (y en general cualquier obra de creación cultural) no era necesario.
4. Desde luego, esta oposición es un tipo ideal en el sentido de Max Weber: recoge algunos rasgos empíricos y los eleva a su máxima pureza para poder luego comprender la realidad histórica.
5. Creo que el lazo entre la fuerza de rechazo y la paternidad es estrecho e incluso indisociable.
|