Desde hace unas semanas algunas voces vienen anunciando el fin del psicoanálisis; sin embargo, por la misma razón que no son las primeras tampoco serán las últimas: las resistencias constituyen la materia prima del analista. Por algo Freud abandonó la hipnosis al advertir que la negativa del sujeto a la bienintencionada orden del operador, escondía su más propia y singular intimidad.
Ahora bien, si rechazar la vía de la sugestión sentó las bases de la ética freudiana, denunciar la estafa del psicoanálisis –tal como la denominó el mismísimo Freud– constituye el nudo de su operatoria. En efecto, enlazar el síntoma al saber supuesto del analista es el resorte que otorga toda su fuerza al deseo de curar y, conforme esta creencia va perdiendo consistencia, el sujeto se encuentra con aquella temida intimidad que tanto resguardaba, sólo que esta vez desde otra posición y con otros recursos. Por ello, un analista trabaja a pura pérdida para que el paciente se haga cargo de sus partes más oscuras.
Bien, si los agoreros del fracaso no constituyen novedad alguna para el saber freudiano: ¿quiere esto decir que somos optimistas? ¿Desconocemos los efectos de una cultura que por sacralizar la inmediatez desalienta cualquier intento de implicación y compromiso en un trabajo serio?
Nada de eso, nuestra tesis consiste en que si –tal como formalizó Lacan– el psicoanálisis aprende del arte, es este último el principal amenazado por la misma inercia que arrasa la palabra con el cinismo, obtura la memoria con la linealidad temporal del cognitivismo y borra todo matiz de singularidad en la obscena transparencia de los manuales psiquiátricos.
Por eso, si tal como dice Rilke, lo bello es “ese grado de lo terrible que aún soportamos”, el arte será la última morada de aquella temida y preciosa intimidad. Para decirlo todo: el psicoanálisis se diferencia de cualquier otra perspectiva terapéutica por su relación con el arte; abreva, se alimenta y aprende de él. Sin arte no hay psicoanálisis posible.
Apelamos a una reciente y exquisita expresión artística para abonar nuestra tesis: 2046; título del film coreano cuya temporalidad ilustra con generosidad la subversiva concepción freudiana en que la memoria –considerada como la capacidad de olvidar– construye el hecho.
En efecto, la película comienza con el retorno que su protagonista emprende desde el año 2046, sitio cronológico en donde, por recuperarse todos los recuerdos –como hacía Funes el memorioso– ya no pasa nada. Una vez en 1966, vive apasionados romances –unos más voluptuosos, otros más espirituales– pero todos en torno a un secreto que no se dispone a compartir, albergue de su más temida y preciosa intimidad: Un recuerdo es la huella de una lágrima es una de las frases con que el narrador testimonia la pérdida que, sin embargo, le posibilitó acceder a la dignidad del deseo.
Así, el psicoanálisis –como el tango– seguirá vivo mientras alguien quiera regresar de donde ya no pasa nada.
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