Tiempo atrás, hablar de los desaparecidos era algo necesario, conmovedor y peligroso, sumamente peligroso; luego fue necesario y conmovedor; hoy, ya es un tópico constituido, como si se hubiera llegado a un cierto límite que se prefiere no desbordar.
Se suele decir: “los desaparecidos eran jóvenes nobles, querían cambiar un mundo injusto, etc, etc”, pero ¿A quién se dirigen? ¿Le hablan a la derecha que los ha demonizado y ahora prefiere dejar las cosas como están, total…? ¿O le hablan a las madres para mostrarles que son tipos macanudos y progresistas? También se dice: “Después de tanto tiempo, hay heridas que no se han cerrado”; pero, ¿es posible que se cierren? Y así por el estilo.
Sin duda hay otras voces, las que desde hace tiempo plantean cuestiones inquietantes. Por ejemplo, Cristina Zuker, que ha escrito un libro que todavía no leí, y que relata –se llama de manera estremecedora El tren de la victoria– la denominada “contraofensiva popular” de 1980, que terminó en la masacre de militantes Montoneros, infiltrados y traicionados, cuenta en un reportaje de la revista Lote1 cómo la referencia constante y única al terrorismo de Estado suele disimular las tramas individuales, las flexiones colectivas, la función de los mitos, el lugar de los líderes –“El Viejo”, es decir, Perón, y sus modos de enlace con las tradiciones familiares de toda una generación– la culpa del sobreviviente, la necesidad de distinguir inmolación, suicidio, sacrificio.
¿Que es complicado hablar de ello? ¿Que tememos el deslizamiento, la incorrección y hasta que lleguen a denunciarnos por un equívoco? Seguro; tan seguro como que la inhibición estrangula cualquier idea valiosa, cualquier atisbo de complejidad.
Quien haya visto el delicado film de François Ozon La mujer en la arena, puede rememorar el obstáculo, casi insalvable, que opone al duelo la ausencia del cuerpo; el cuerpo sustraído retorna luego como espectro, es decir, como alguien ni vivo ni muerto.
El desaparecido se torna aparecido; algo que se complica hasta el paroxismo cuando se trata de una desaparición colectiva y producto de la tortura, que veja los cuerpos y humilla la memoria. Si olvidar es algo esencial y necesario para el duelo, tanto como sustituir el objeto perdido, aunque se reconozca su carácter insustituible, si ese olvido es vivido normalmente como una traición, ¿cómo puede vivirlo el deudo de un desaparecido?
Uno de los síntomas derivados de esta situación, es la organización H.I.J.O.S.: si uno dedica su vida a sostener la política que fue la de sus padres, se queda sin espacio para una política propia.
Estamos llegando al otro aspecto del problema: la idealización de los desaparecidos ha hecho desaparecer la vida que efectivamente vivieron, las alternativas que enfrentaron, sus conflictos generacionales y su relación con el ámbito de legitimidad que era el de su época, bien distinta de la nuestra: en esa época, la década del sesenta y los comienzos de los setenta, la violencia estaba prácticamente naturalizada, pero no la miseria; hoy ocurre exactamente al revés.
En esa época –lo sabemos pero tendemos a desconocerlo con nuestra maravillosa capacidad de registrar algo sólo para mejor dejarlo de lado– se vivía un clima mesiánico y milenarista, del lado peronista y del lado marxista; se invocaba al “hombre nuevo” exaltado por la figura del Che Guevara y del otro lado (un lado que sin duda compartía los mismos fundamentos), se levantaba la teología de la liberación; tanto el así llamado “foquismo” (¿recuerda el lector a Régis Debray, hoy experto en lo imaginario, en aquella época preso en Bolivia y teórico y sistematizador de las ideas del Che Guevara?) como la guerrilla urbana tenían la iniciativa, aunque con fuertes disidencias, en el ámbito marxista-leninista.
Leo, en el número anterior de Imago-Agenda, que alguien anota, de manera neutra: “algunos tomaron las armas; otros no”. Sí, pero ¿cuál es el juicio del que anota de manera tan cauta? La discusión fue efectivamente ardiente y pocos hoy parecen dispuestos a retomar sus términos, a situarlos en su contexto, a emitir juicios, de absolución o condenatorios, pero juicios al fin.
Es cierto que efectuar un juicio retrospectivo sin situarse en el horizonte mismo de quienes vivían las alternativas, los obstáculos, las opacidades inherentes a toda coyuntura, sea la que fuere, pero con mayor razón en aquella, es una posición cómoda y éticamente tramposa, pero conviene recordar que en ese mismo momento, no pocos condenamos la guerrilla urbana como una aventura suicida: se lanzaron a la lucha abierta no sólo en condiciones de disparidad terrible de medios (los propios militares norteamericanos decían, con cierto desprecio, que aquí no hubo guerra contra el terrorismo sino caza del hombre), sino también y fundamentalmente sin contar con el apoyo de un sector importante de la población. Las mayores denuncias contra guerrilleros o presuntos extremistas, venían de los barrios obreros y de clase media baja.
Pero esto no quiere decir que los que condenamos la acción fuéramos especialmente lúcidos, precisamente porque nuestra formación teórica de aquel entonces –que no superaba los márgenes del iluminismo marxista– nos impedía darnos cuenta del tremendo peso de la religión (y no estoy hablando especialmente de la Iglesia, sino de mito, de sacramento y de redención), esa religión que tornaba inútiles la propaganda y la agitación controversial.
Pero también desaparecieron militantes marxistas que no compartían los presupuestos de la guerrilla; también desaparecieron simples demócratas que querían vivir como antes del golpe militar. ¿No ha llegado el momento de suspender la homogeneización? ¿No ha llegado la ocasión de construir historias de vida que muestren las múltiples y contradictorias voces implicadas en acciones que la posteridad quiere reducir a líneas simples?
A propósito de Zuker he mencionado la culpa; introduje el tema del duelo; hay que agregarle el de la responsabilidad. Me cuentan que alguien dijo y argumentó “somos todos asesinos”. No es cierto; pero sí es cierto que hay niveles de responsabilidad colectiva bien notorios, aunque ahora todo el mundo –empezando por los periodistas que escribían con temor y temblor sus columnas en la época de Videla– finja liberalidad, bonhomía, defensa de los derechos humanos.
Es sabido, sabido y olvidado: el proceso militar fue recibido con alivio por un gran sector de la población, harta y asustada de los López Rega, de los enfrentamientos sindicales y políticos que se resolvían con métodos del hampa; harta del descalabro que produjo la muerte de Perón y que se expresó en violentos vaivenes de todo tipo, culturales y económicos. Claro que lo que vino fue peor; claro que las postrimerías del gobierno de Isabel Perón anunciaban el futuro inmediato. Pero hubo alivio y mucha gente sintió un súbito renacer de la paz cuartelera; paz que huele a muerte; pero si uno sigue con lo suyo y como se dice y se seguirá, desdichadamente, diciendo, no se mete en lo que no le corresponde, entonces, oh entonces, estaremos tan felices como los alemanes que vivían, idílicamente, al lado nomás, de campos de concentración.
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1. Lote, mensuario de cultura, mayo de 2004, Año VIII, Nº 82, Venado Tuerto.
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