En penumbras, una habitación fría con temperatura e iluminación constantes, lleno de tubos y de cánulas, conectado a monitores y agitado por el movimiento rítmico de un respirador artificial, ese cuerpo lívidamente en reposo, cuyo pudor protege apenas una sábana, suele ser la última imagen que la ciencia nos entrega de nuestro ser querido. Técnica y mecanizada, ella representa sin embargo una plácida anticipación del fin que la medicina hace posible, una prolongación de la vida más allá de ella misma, un tiempo de esperanza en un milagro que nos resignamos a aceptar no llegará. Una imagen que, a pesar de todo, debemos considerar afortunada: reservada a unos pocos, la pausa sosegada de un apacible adiós no sabría estarle prometida a todos.
Refugio o escondite, nunca oportuna, desde la segunda mitad del siglo XX la muerte encuentra su lugar propicio en una cama de hospital. Algo ha cambiado en menos de cincuenta años, y ese cambio escandaliza a Philippe Ariès [El hombre ante la muerte]: de una muerte que ha sido siempre social y pública, la cultura urbana y técnicamente industrializada nos presenta el negativo de su representación invertida; la sociedad ha literalmente expulsado a la muerte, la muerte del hombre común, la muerte de todos los días, la muerte de quien no alcanza la notoriedad del artista ni el prestigio del hombre de Estado.
Hasta la Primera Guerra Mundial, en Occidente la muerte trastoca el tiempo y el espacio cotidianos, la rutina de la comunidad a la que concierne íntimamente. Postigos entrecerrados, velas encendidas, crespones negros, campanas de iglesia: la aldea ha sido visitada por la muerte y ella es respetuosamente honrada y acogida, como un modo también de conjurarla. Es la colectividad entera la que muere con cada uno de sus miembros: por la única puerta abierta desfilan aquellos a quienes la amistad o la conveniencia recomiendan la ceremonia de una última despedida ritual. Y un lento y saludado cortejo acompaña al ataúd desde la iglesia hasta el cementerio. El duelo exige el color y el atuendo apropiados al luto por un período de tiempo establecido, aproximadamente el mismo que reclama una sostenida práctica de la visita: la última visita al muerto, la visita de los parientes al deudo, la de los familiares al cementerio, la de los amigos entre sí.
La muerte porta así la dignidad que le confiere su carácter de acontecimiento, marcando un antes y un después en la comunidad que la celebra respetando el tiempo previsto para su imprevisible elaboración. Lo que permite a la vida cotidiana recuperar de a poco su curso habitual, escandida por un ritmo cada vez más espaciado de ceremonias con las que la aldea se apresta a cicatrizar las heridas del acaecer de una muerte que, en la participación colectiva, la reúne y la unifica.
La aceleración tecnológica del tiempo –apropiada al actual frenesí de producción y consumo que agota al deseo sin satisfacerlo–, entraña cierta disipación de la trama simbólica que intenta albergar la trascendencia de la muerte, en cuanto ella escapa al circuito de la rentabilidad y tendería a confrontarlo con su sinsentido. La muerte, intempestiva e inoportuna, se vuelve entonces “una suerte de inconveniencia social, una falta de tacto –escribe Heidegger en Ser y Tiempo–, que debe resguardarse a la publicidad”. No siendo la propia muerte susceptible de representación, el morir del otro deviene una incómoda novedad, un desagradable accidente que es preferible ignorar, pretendiendo disimular su estatuto inexorable como azarosa contingencia.
El mercado no da espacio a pausas ni a demoras, y la de-saparición de un semejante no sabría afectar su continuidad. La carroza de caballos cede entonces lugar al automóvil negro de alquiler, y el cortejo funerario se reduce al veloz desplazamiento de los deudos, cumplimiento de un trámite que se quiere cada vez más expeditivo e indoloro. La ciudad no acepta detener su ritmo, la sociedad se comporta como si nadie muriese.
El confort de una vida light y edulcorada no sabría tolerar los olores y secreciones de la enfermedad. Ese doloroso espectáculo, hasta hace poco soportado por amigos y vecinos, es resguardado ahora en la extraña confidencialidad que garantiza la higiene impersonal del hospital. Como si la muerte –¿vergonzante? ¿vergonzosa?– no debiera ser mirada a los ojos; aséptica, ella encuentra en la medicina el ámbito de su refugio y de su sanción. Aún cuando evidencie reencontrar allí, paradójicamente, alguna de sus antiguas prerrogativas.
Porque es innegable que ese tiempo que la ciencia roba transitoriamente a la muerte, esa vida más allá de la vida que la tecnología hace posible, es también un tiempo de despedida que ella regala a los deudos ante una irrupción que, de otro modo, sería vivida como súbita y repentina. Tubos y cánulas, monitores y respirador artificial, dan así cuerpo a un cuerpo al que se puede decir adiós.
Extraño decoro cuya curiosa dignidad se recorta luminosa sobre la obscena muerte anónima que, sin respetar edades ni sexo, esa misma tecnología torna factible y el “mercado” reclama diariamente, y que hoy –sólo por hoy– nombramos Fallujah; mañana, probablemente, de otro modo. Cuerpos despedazados y sin nombre, hombres muertos en su animalidad, la muerte de nadie.
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