Ayer nomás mis familiares
me decían que este país es grande y tiene libertad
Moris
Algunos momentos de nuestra niñez resultan imposibles de olvidar, son marcas dibujadas con tinta indeleble. Una tarde, mientras juego con los almohadones en el living del departamento de la calle Ayacucho, escucho siete disparos y, asomándome con miedo por entre las barandas del balcón, llego a observar cómo dos hombres meten a un hombre, seguramente recientemente muerto, en la cajuela de un Ford Falcon –no recuerdo el color pero el tiempo me lo ha pintado de verde–. Otros dos hombres apuntan a los automovilistas que siguen pasando por Ayacucho hacia Córdoba. Es una zona populosa de la ciudad, a dos cuadras está la morgue judicial donde estudiantes de medicina van en busca de pedazos de cuerpos N.N. para practicar el método anátomo-patológico, también a tres cuadras está la “estallada” vieja sede de la Amia. Por la salida trasera, por la calle Uriburu tenía el consultorio mi papá en un edificio con azulejos verdes que jamás volví a encontrar en otro edificio.
A las semanas un primo es secuestrado; nunca me quedó del todo claro, pero parece que su nombre fue encontrado en una libreta de teléfonos de compañeros de facultad. Lo largan a los veinte días y junto a su hermano emprende viaje hacia España para nunca volver.
Y después las imágenes cambian de década, terminando la secundaria estoy en una clase de teatro de Norman Brisky. Mis dificultades son evidentes, me cuesta hablar, tengo granos en la cara prontos a estallar con su líquido blanquecino y pegajoso. Briski hablaba de una improvisación que recién habíamos realizado con un grupo donde estaba también un chico de 17 con mucha barba y que leía El opio de Cocteau. Con ese chico competíamos, ¡qué bronca sentí cuando nos puso en el mismo grupo y dijo, de él y de mí, que se notaba que éramos hijos del Proceso!
En esa época salió el libro Nunca más, tenía tapas rojas y estaba separado en distintos Centros Clandestinos distribuidos por toda la Argentina y había testimonios de secuestrados y torturados. Leí varias veces el pasaje donde se contaba que una secuestrada había visto cómo picaneaban con una cuchara al feto de una embarazada de ocho meses. No se sabe aún la suerte de ese bebé nacido en cautiverio que aún buscan las Abuelas. (El 26 de octubre se cumplieron veintisiete años del nacimiento de las Abuelas quienes ya han recuperado setenta y ocho hijos de desaparecidos.)
Una década más –y ya son tres– me encuentro corrigiendo parciales que debo entregar a los alumnos de la comisión 9 el jueves a las 18 horas. Leo los parciales hasta que uno me saca la modorra, me espanto de lo escrito por una alumna. Para responder a la pregunta sobre la tensión existente en nuestra modernidad entre los adelantos tecnológicos y la ética, había escrito, seguramente apurada por los nervios del parcial, que “la picana eléctrica había sido usada para tranquilizar gente”. La alumna había confundido el electroshock con la picana eléctrica.
Unos días después estoy dando un seminario en la facultad acerca de la problemática del duelo; decido cambiar la nominación que le da Jean Allouch al recientemente muerto, que llama “desaparecido”. Lo renombro como desfallecido y explico por qué no lo podemos llamar de esa otra manera. El auditorio asiente y pregunta acerca del duelo de los familiares de desaparecidos.
Un análisis que intente profundizar lo sucedido va más allá del 24 de marzo y más allá de los límites de nuestro país. Es un análisis de nuestra historia, de nuestra vida, de nuestro cuerpo; el mismo cuerpo que a otros han mortificado hasta sacarles la palabra, el aliento, la vida misma.
Los desaparecidos son una realidad traumática que hay que “elaborar” de una manera no muy sencilla pues hablamos de lo siniestro. ¿Elaborar? Siempre he tenido desconfianza frente a ese concepto que suena tan lindo y explicativo. No hay elaboración. Mucho más porque se trata de la “elaboración” de una muerte sin sepultura y también de la muerte de un hijo –no hay nombre para ubicar la condición de esa muerte para los familiares y, menos que menos, para los padres–.
Los desaparecidos fueron jóvenes. (Las estadísticas muestran cuáles fueron los porcentajes por edades: El 11% eran adolescentes de 16 a 20 años, el 33 % jóvenes de 21 a 25 años, y el 26 % jóvenes de 26 a 30 años, y otro 13% adultos jóvenes de entre 31 y 35 años. El 83% iba de los 16 a los 35 años.)1
Recupero, mientras escribo, partes del pasado. No me olvido de La noche de los lápices, donde las víctimas fueron quienes intentaban el boleto estudiantil. Apenas adolescentes. También los que no están eran jóvenes que estaban en un momento fundamental de sus vidas. Muchos empezando a formar familias, trabajaban y seguían militando: sostenían que pensar en el país era pensar en el futuro de sus hijos. Procreaban mientras seguían haciendo política. Se cuestionaban si la mejor estrategia era tomar las armas. Algunos pensaban que sí, muchos que no. Había debate. Y también los desaparecidos eran adultos jóvenes que ya estaban en un lugar de dirección de distintos procesos de transformación social.
Por momentos no sé cómo escribirlos, qué tiempo verbal usar pero sé que no hay que elevar una diatriba política acerca de este tema sino contar las pérdidas, lo que nos marcó, los miedos que aún tenemos. Y seguir las líneas que continúan hasta nuestro presente. Jóvenes han muerto en la Argentina. Ellos tienen menos de tres décadas, son nuestros desaparecidos. Hoy. No ayer nomás.
Jóvenes / los recordamos /con ese extraño gesto que tiene / un hombre cuando se vuelve inmortal.
1. Nunca Más, Eudeba, Buenos Aires, 1985.
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