Algunos la realizan, otros se preguntan.
¿Qué decide el camino inverso de sus abuelos, el retorno a la tierra de los ancestros o a otros destinos ignotos que reiteran la aventura de otros tiempos?
La inmediata respuesta utilitaria nos ofrece los valores de una crisis: cifras económicas, sociales, de quiebras y desam-paros extremos que incitan por la supervivencia en horizontes viables.
Sin embargo no cubre el abanico: la mayoría no pertenece a las clases más desposeídas, a los desprotegidos en extremo. El contingente se ubica preferentemente en los alcances de una clase media profesional, comerciante, empresarios de recursos medios y menores. También una gran cantidad de jóvenes con títulos varios recién adquiridos con o sin práctica en sus campos específicos.
¿Qué los mueve por esta opción?
Si no se reduce, la respuesta nos recuerda algo de nuestra condición: es condición del sujeto que, además de sus necesidades, encuentre lugar a sus anhelos, eficacias posibles en la realidad de la esencia de sus deseos, y a los lazos que entre el amor y el odio enhebran la trama para que lo múltiple se encuentre con el conjunto.
Para ambas apetencias, hoy nuestro país adolece de escasas y dificultosas posibilidades.
La emigración es pues un auténtico reclamo de otro enlace a la vida que devuelva el gusto del goce y no desdiga el buen valor del Ideal. Se van quienes así lo deciden, no movidos por un afán y un desarrollo soñado, sino con un dolor y una ilusión no cumplida.
Hoy el conjunto social muestra, corrido el velo, su desgarro en usufructos personales o grupales que desconocen la imprescindible implicación en el conjunto. Sus efectos se muestran en el tobogán inexorable, producto de una opción equivocada. La acumulación exorbitante de algunos, que desconoció en su exacción al otro al que vejaba, paga el precio de su desmedida: hasta los gestores de esta política sufren hoy la pérdida extremada de sus beneficios.
Porque este otro al que desconoció, que se dice en más de quince millones de argentinos, no sufre su condición desde ayer: hace más de una década que vemos, como en las películas de Chaplin, a hombres y mujeres de nuestro pueblo, contemporáneos, extrayendo del lugar del desecho su sustento. Es que para muchos fue una dolorosa revelación que su situación, llamada personal, los afectara, que había otros, millones, y en peores condiciones y desde hacía tiempo, años.
Efectos positivos de la así llamada “crisis”: un velo se corrió y mostró lo que ya estaba. Enseñó –veremos si cuaja– que dejar el destino en las manos del Otro, llámese político, profesional, multinacional-que-nos-brinda-la-bondad-de-su-capital o institución-financiera-internacional-que-quiere-nuestro-desarrollo, es el camino a lo peor.
Así veo las nuevas formas de protesta que retornan a sus agentes lo que los griegos siempre supieron: que la virtud política era la más importante, que lo que se decide en el Foro afecta el patio trasero de su casa.
¿Entonces? Hay otra emigración que no es geográfica sino topológica, un cambio de lugar que decide el sujeto con su acto.
Y el verbo que es acto nos decide el comienzo: “Este país no es una mierda”, es nuestro país y es muy valorable por su geografía, y aún más, por la mayoría de quienes lo habitan. ¿O no leemos, también, las múltiples pruebas de solidaridad que por millones se ofrecen unos a otros los argentinos de hoy?
Pero no alcanza, a cada uno vale su pregunta: ¿dónde me ubico?, ¿cuál es el mejor lugar según mis gustos y mis valores para este momento crucial?
Una crisis es también el tiempo y el lugar para hacer del obstáculo una oportunidad. Emigremos, dejemos el lugar de la complacencia, despidamos la ilusión del Otro que hará por nuestro bien, y cada uno en el conjunto retomemos nuestro destino.
Alguna vez dijimos: hagamos de un destino un estilo. |