En Galileo Galilei de Brecht hay una escena clave: el discípulo de Galileo, decepcionado por su maestro que tuvo miedo y abjuró, exclama: “Maldita esta época que carece de héroes”. La respuesta de Galileo es sugestiva: “Maldita la época que necesita de héroes”. Una época que necesita héroes, también necesita Amos, ya que el héroe es aquel que se sacrifica para colmar la falta del Amo. Con inteligencia y discreción, Brecht evoca ese sueño insistente que es la contracara de la pesadilla de la historia: una humanidad sin explotación económica, sin opresión política, sin odios cataclísmicos. Llamarlo “sueño” es una banalidad: nos falta un nombre para designar esa idea tan irrealizable como irrenunciable. Para realizarla sería preciso que hubiera, en la historia, un sujeto político, capaz de ser, simultáneamente, producto y productor de sí mismo; en suma, una encarnación del Espíritu Absoluto de Hegel. Capaz (y esto es lo mismo, pero visto desde otro ángulo) de superar la separación que el lenguaje establece entre singularidad y singularidad.
¿Una humanidad sin opacidad, transparente para sí misma? El realismo histórico, que nos constriñe a enfrentarnos con lo inconmensurable e insoportable, tampoco nos deja la lineal certidumbre del pesimismo conservador, que es tan irrealista como el optimismo revolucionario. La protesta multisecular contra las condiciones de vida es un estanque de misterio; nunca es enteramente predecible su desenlace y sus formas de articulación han sido y serán fatalmente ambiguas.
Una de las restauraciones últimas de la linealidad –una linealidad esta vez revolucionaria– es la que proponen Toni Negri y Michael Hardt en su Imperio, mediante una doble y solidaria transferencia: transferencia de la potencia revolucionaria de la “clase obrera”, en el sentido tradicionalmente marxista de la expresión, a la “multitud”, y de la potencia opresiva y explotadora del Estado-Nación que posee un carácter “imperialista”, a la constitución de un “Imperio” suprana-cional y supraestadual. La potencia hermenéutica del interpretante “Imperio” es muy exigua, desde el momento en que se la define con tanta amplitud e indeterminación –“el concepto de Imperio se caracteriza fundamentalmente por una falta de fronteras... suspende la historia... <es> un régimen sin límites temporales”–, arbitrariamente puede admitir o rechazar cualquier contenido. De otra parte, la idea de Imperio, que para los autores se encarna tipológicamente en el Imperio Romano, forjada para épocas sin mercado mundial y sin Estado, ¿tiene sentido extrapolarla a una realidad ya marcada irreversiblemente por ambas instituciones? Y, además y decisivamente, el 11 de septiembre es la refutación práctica de la idea de Imperio: Nueva York no reaccionó como el corazón simbólico y material de un Imperio sino como la capital efectiva del Estado-Nación más poderoso de la tierra, que puede y quiere arrastrar tras su finalidad puritana y paranoica a todo el mundo capitalista, suscitando la todavía sorda pero efectiva reacción de los Estados-Nación más fuertes de la Europa continental, en especial Francia y Alemania.
En cuanto a la idea de “multitud”, es ingenuamente utópica, humanista, en el sentido más trivial del vocablo, fundada en la denegación de lo que es la masa hablando freudiana y políticamente: un cuerpo erótico-teológico, jerarquizado por el liderazgo y la apelación al Uno. Esa “multitud” que es a la vez producto y productor de sí misma, ¿en qué se diferencia de la clásica idea de “clase universal”, encarnación, a su turno, de la auto-conciencia absoluta?
Algunos fragmentos, tomados aquí y allá del texto mencionado, son suficientes: “cómo puede la multitud volverse un sujeto político [...] Es así como los antiguos místicos expresaban el nuevo telos <la Patria Celestial de Plotino>. La multitud actual, sin embargo, reside en las superficies imperiales donde no hay Dios Padre ni trascendencia. En lugar de ello está nuestro trabajo inmanente. La teleología de la multitud es teúrgica: consiste en la posibilidad de dirigir las tecnologías y la producción hacia su propio júbilo y el incremento de su poder. (...) Si en un primer momento la multitud demanda que cada Estado reconozca jurídicamente las migraciones necesarias para el capital, en un segundo momento debe demandar control sobre los propios movimientos. La multitud debe poder decidir si, cuándo y dónde se mueve. También debe tener derecho a quedarse inmóvil y disfrutar de un lugar en vez de ser forzada a moverse continuamente”.
Esta visión de la multitud es una mezcla de Moisés y Elvis Presley; adaptación moderna del antiguo mito del Éxodo del pueblo elegido; confirmación indirecta de que toda política es teológica. No hay sujeto de la historia y las razones de que no lo haya reposan, por entero en la naturaleza específica de la subjetividad humana. Hablar de la multitud, sustancializar así el proceso histórico, es propio de un idealismo del entusiasmo que desconoce brutalmente el carácter fundamental del lazo humano. Algo de lo que me ocuparé en el próximo número de Agenda. |