La noción de fantasma admite diversas lecturas, aun-que no todas tengan el mismo valor; y es notorio que, entre nosotros, predomina un cierto ritualismo en la exposición del tema que coaliga, de la peor manera posible, la apelación incesante al clisé en la exposición escolar, con el más absoluto empirismo clínico (y como sucede con tantos conceptos lacanianos, mientras más multiplicamos la reiteración de las frases cristalizadas, más nos alejamos de la experiencia que está en la base de tales conceptos).
Lo que me interesa aquí es registrar qué clase de experiencia ha conducido a Lacan a inscribir una fórmula del fantasma. Creo que podemos hallar la huella de esta experiencia en el uso que hace, en los primeros seminarios, del término "síncopa" y sus derivados. En El deseo y su interpretación (clase 10) dice que el fantasma no es simplemente relación de objeto (en el sentido especular del término), puesto que es una relación del sujeto en tanto se desvanece en cierto vínculo con un objeto electivo [...] El fantasma es algo que corta, cierto desvanecimiento, una cierta síncopa significante del sujeto en presencia de un objeto. El fantasma satisface a una cierta acomodación, a cierta fijación del sujeto. En la clase 21 del mismo seminario dice que la estructura del fantasma es como el objeto que lo fascina (al sujeto), pero que también lo retiene ante la anulación pura y simple, la síncopa de su existencia. Y en La angustia (clase 17) al articular el deseo y su soporte, el fantasma, dice: El funcionamiento del fantasma implica una síncopa temporalmente definible de la función del a, que forzosamente, en determinada fase del funcionamiento fantasmático, se borra y desaparece. Y poco más adelante menciona, una vez más al objeto oculto en tanto que sincopado.
Etimológicamente, "síncopa" es corte, interrupción, supresión; musicalmente es el tiempo acentuado a “contratiempo”; médicamente, indica el desvanecimiento debido a la suspensión momentánea y súbita de la acción cardiaca. Este triple estrato metafórico puede permitir, rigurosamente, diferenciar dos operaciones inescindibles y correlativas, pero que no se recubren: la desaparición del sujeto representado por un significante para otro, operación que pone en juego la relación del saber con la verdad, es la primera; la segunda, la desaparición del sujeto ante el objeto sincopado. La primera instaura, a la vez, una conexión y una disyunción excluyente; la segunda, una retención que puede y debe concebirse como expulsión. Si la certeza irrumpe como verdad en un significante, otro significante la conservará reprimida en el campo del saber. Verdad y Saber, pero también Verdad o Saber. El a del fantasma es un modo del a, pero no el a en cuanto tal, precisamente porque el vacío, que es el trauma del concepto, es irrepresentable. La nada del a se modaliza como anulación de la imagen especular: anulación singular, porque irrumpe e interrumpe a destiempo y hace surgir algo que no es objeto, pero que no se reduce a mera nada; pliegue sí, pero también algo que se deshilacha,que se entreabre: en el sueño del Hombre de los Lobos lo específicamente fantasmático reside menos en la mirada fija de los lobos que en el movimiento súbito que suspende la escena para abrirse a lo que hay dado a ver. No es el ver, sino la dirección de lo “visto” que se sustrae a la inspección: allí está retenido el sujeto; y simultáneamente está expulsado. Así como la bizarría de la neurosis obsesiva es modelo de la disyunción de la verdad con el saber, la angustia y el orgasmo son modelos de la experiencia fantasmática. El interés de la distinción reside en que la alternancia entre verdad y saber se inscribe en el futuro anterior del cierre del inconsciente –el saber habrá sido verdadero– mientras la síncopa fantasmática transforma la geometría estática de la imagen especular en flujo (en los flujos, la rotación y el desplazamiento no conservan la forma), pliegue, sensación que es puro borde, textura áspera o rugosa como la de ciertos objetos fóbicos que, literalmente, erizan la piel, o sombras fascinantes, como vistas a través de un vidrio opaco; y al transformarla irrumpe allí el espesor de un instante sin duración: si el tiempo de la alternancia significante es tiempo de la argumentación sintomática que se encamina hacia una conclusión, el sujeto, por así decirlo, volverá en sí de su síncope para renovar la síncopa de su existencia. Es este instante sin duración, instante fantasmático, el que hace que el futuro anterior no se confunda con la simple retroacción, precisamente porque al situarse entre el auxiliar – "habrá"– y el participio – "sido"– al constituirse como instante vacío, separa al presente del verbo de la presencia de un objeto de satisfacción y, por esta vía, anuda, como en quiasmo, el significante al objeto en mezcla indesmezclable. La división del tiempo (un tiempo que no está presente ante sí mismo) no es una mera mimesis de la división significante, ya que su función esencial consiste en articular en quiasmo al significante con el objeto.
(Así se resuelve el complicado problema que alguna vez se ha planteado en estos términos: ¿el discurso acerca del tiempo no repite lo que ya se ha dicho con respecto al significante?).
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